Surfearon un par de pifies, algún acople. Alguna letra se les resbaló de la boca, otro tema empezó antes de lo que tenía que empezar y, entonces, empezó de nuevo. Alguna guitarra sonó más fuerte de lo que debía sonar, pero este miércoles en La Plata asistí a uno de los mejores shows de mi vida. Estoy enamorado de los Rolling Stones desde que tengo memoria. No sé muy bien cómo explicar lo que siento por esos tipos, así que supongo que será amor. Y fue uno de los mejores recitales a los que fui jamás por el espectáculo, por una lista de temas que pareció diseñada en uno de mis sueños más gloriosos, pero también por lo que disfrutaron ellos. A esta altura, uno piensa que estos inglesitos ya nos dieron tanto que no hay mucho más para pedirles y lo siguen dando todo. Uno se pone del otro lado, quiere que ellos la pasen bien, que disfruten de nosotros, que se sientan que sí, que todavía tienen cuerda para tantísimo rato, que hubo un pifie pero todos nos hicimos los boludos o simplemente no nos importó y que ellos con arrugas, con cabellos nevados o directamente sin cabellos, todavía la rockean. Es una actitud cómplice entre el público, como el padre que se deja perder contra el hijo jugando a la pelota para que el pibito sienta que sí, que efectivamente es el rey del mundo y que no juega en la Primera de River sólo porque la AFA no se lo permitiría a sus diez años.
Me acordé, durante los shows de los Stones, del Burrito Ortega. Ortega siempre fue mi ídolo, el superhéroe que salvó a una generación entera de Arieles en los noventa, cuando la Sirenita, la hija de mil putas de la Sirenita, era furor incluso utilizando el nombre más varonil de este planeta. Cómo lo quiero a ese tipo: Superman era jujeño. Pero me acordé del Ariel más famoso en pleno recital de los Stones: ya en el ocaso de su carrera como jugador, me pasaba algo similar. El tipo estaba grande pero quería seguir jugando a lo mismo que a los veinte, a la misma velocidad. Como los Stones. Y por eso los amo a todos ellos: por la pasión que sienten para hacer lo que más les gusta, lo que más me gusta. Los Stones podrían estar ahora en distintas mansiones eligiendo qué bata usar mientras les llueven regalías a cada segundo. Ortega podría haber elegido seguir jugando parado, ahí tipo doble cinco, ese puesto que se inventó para que los que alguna vez jugaron de diez y fueron muy buenos empiecen a retirarse dentro de la cancha, que pasen medio inadvertidos mientras el cinco se rompe el lomo, que se queden flotando por ahí y que vayan a patear unos tiros libres o suban un rato de reboteros. Pero no, el tipo quería seguir haciendo lo que le gustaba a la gente, como los Rolling Stones.
Y yo quería que a Ariel le salieran las cosas pero sobre todo por él, porque quería que él se sintiera importante, que todavía podía quebrar la cintura y que ocho mil rivales siguieran de largo en medio segundo y se estamparan todos la ñata contra la pista de atletismo o la fosa perimetral de la cancha, que podía inventar una vaselina de la nada cuando él quisiera, esas vaselinas que desafiaban la física, con parábolas imposibles para distancias cortísimas, y que lo explique Newton si tiene huevos. Cuando el chango trataba de gambetear y no podía, mi corazón se estrujaba pensando en que él podía deprimirse y hasta retirarse, que se iba a sentir mal. Y lo quería abrazar y decirle que todo iba a estar bien, que seguía siendo la figura del equipo. Y de hecho lo era, como los Stones siguen siendo la mejor banda de rock del mundo, porque le bastaban dos o tres toques, parado, para demostrarlo. Pero ese tipo te dio tanto en su esplendor, que verlos fallar una y otra vez, ya grandes, algo gastados, te genera una sensación muy incómoda, pero por él y no por mí, yo qué le voy a pedir: que se siente en el medio de la cancha todo el partido, todos los partidos, y yo lo voy a ovacionar y voy a estar contento de que esté, con todo lo que ya hizo por mí, qué me importa. Me importa que él esté, y por eso lo aplaudía. Fallaba y lo aplaudía. Y lo ovacionaba. Ayer lo hice con Richards: el tipo se quebró. No sé si alguna vez Richards, Keith Richards, el diablo con botella de Jack Daniel’s en una mano y un pucho pegado con Pulpito a su comisura y cara de malo y look de pirata, se había quebrado en un escenario. Lo ovacionamos tanto que, creo, le hicimos entender que lo nuestro con él es amor, que no nos importa nada, sólo verlo ahí. Me hizo acordar al Burrito llorando en su despedida: de alguna manera, ellos también se están despidiendo de nosotros.
Con Aimar y Saviola, últimamente, me pasó algo parecido. Sin tanto amor, claro, pero cada vez que el Payaso intentaba sacarse de encima esa lesión en el pie y no podía, me lamentaba más por él que por lo que nos estábamos perdiendo en función de fútbol y resultados rápidos, que es de lo que vivimos los hinchas en esta era y en todas las eras. Cada vez que Saviola erraba un gol hecho me dolía por lo que le dolía a él. En cancha de Vélez, cuando falló sin arquero y cuando un rato después entró Alario y en dos minutos hizo lo que él no pudo en mil, me puse un poco mal. Hasta Alario debió haberse puesto mal, hasta algo culposo. Verlos fallar y verlos deprimirse y verlos bajar los brazos, entender que ya no iban a ser lo que fueron, fue doloroso.
No quiero que me pase lo mismo con D’Alessandro a partir de este domingo. Rompela, Cabezón.
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