Si los futboleros nos pegamos la cabeza contra la pared cuando el torneo argentino tiene un parate de una semana por fecha de Eliminatorias, imaginate cuando tenemos que convivir con el receso más eterno y problemático de las últimas décadas. La espera se hace eterna, y ya superó cualquier límite ligado a lo insoportable.

Pero a los de River además nos envuelve un vacío que excede a las cuestiones de la ansiedad. Extrañamos poder ir a nuestra cancha. O prender la tele o la radio y que se escuche de fondo la más maravillosa música de nuestra gente mientras sale el equipo. Despertarnos a la mañana con la sensación de que juega el Más Grande, y saber que el día se planifica pura y exclusivamente para ese evento. Con el sagrado ritual del viaje al estadio que se organiza con 500 horas de antelación en nuestros cerebros. Con el llamado de ese familiar o amigo que te va a pasar a buscar para llevarte al Monu, o para avisarte que se juntan en su casa con una buena picada o bebida de por medio.

Todo es mágico y especial, pero si encima jugamos de local hay un instante ligado al tiempo y al espacio que es incomparable. Cuando después del subte o del bondi cruzás Libertador y venís caminando por Udaondo. O si estás arriba del auto por Lugones. O si te bajás del tren cerca de la facultad y alzás la frente. O cuando cruzás el puente Labruna y solamente podés tener la cabeza y la mirada en una sola dirección. O cuando cogoteás entre los árboles de Alcorta. Ahí aparece ese segundo en el que en nuestras retinas asoma el gigante Monumental, y nos empieza a bajar una energía indescriptible al cuerpo. El esqueleto vibra diferente. Los latidos y la adrenalina se reproducen a escala incontrolable. Nos olvidamos por un instante de todos los problemas y los dolores. Sentimos que le encontramos una razón y un sentido a la existencia. Ni siquiera pusimos un pie en las escaleras para subir a las tribunas, pero ya respiramos hondo y nos florece la felicidad por todas partes.

Ese lugar encierra una pasión indescriptible. Tiene esa belleza imponente desde afuera hacia adentro y viceversa. Forjó millones de amistades y enamoró a miles de parejas a lo largo de la historia. Partido a partido en cada gol provoca cientos de abrazos de gente que hasta ese día no se había cruzado ni hablado nunca. Y toda la escenografía roja y blanca con el núcleo verde se vuelve agradable desde cualquier ángulo de los puntos cardinales. No será la casa donde vivimos, pero sí es la casa que elegimos, y tenemos en claro que la única dosis de perfección que existe en el mundo está ahí.

Lamentablemente hay gente que por cuestiones de lejanía o de dinero no puede ni pudo conocerlo, y no por eso será menos hincha que nadie, ni tendrá menos pasión por los colores que otros. Pero lo que sí puedo afirmar es que después de haberme cruzado con ese paraíso hay un antes y un después en todo lo relacionado al amor que siento por el escudo rojo y blanco. Ojalá que cada ser humano riverplatense tenga la posibilidad de pasar por lo menos una vez en la vida por esa experiencia y sensación maravillosa.

Que vuelva el fútbol, por favor. Que vuelva a poblarse el Monumental con el perfume de los que lo viven desde adentro y desde afuera. No damos más.

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