Cavenaghi sonríe tan fuerte que las encías salen al sol, le brillan los ojos y la barba. Tiene un buzo negro con el escudo de River. Por delante se ve una bocha plateada que refleja todo lo que ve el tipo, una bocha con orejas de Shrek, inconfundibles, ese pequeñísimo tornado de plata acostado que sale hacia un lado y hacia el otro: sólo puede ser la Copa Libertadores. Cada vez que me tropiezo con esa foto en las redes sociales o en cualquier portal de deportes me quedo mirándola muchos minutos para comprobar si, aguzando la vista, aparezco en el reflejo de la Copa. Nunca fui un tipo de suerte para esas cosas: nunca estoy, pero siempre que la veo tengo la misma esperanza. Porque yo estaba ahí, en ese detrás de escena, en el vestuario ganador en el que el tipo salió riéndose como un niño, agotado pero feliz como sucede con las grandes gestas, liviano, casi flotando, con la levedad de la libertad, como cuando rendís un final groso en la facultad, aprobás y estás de vacaciones, pero multiplicado por diez mil millones. Ahí, con la Libertadores recién parida, en sus brazos, le anunció a mi grabador y al de tantos otros colegas que ése había sido su último partido en River, que ése iba a ser su último testimonio como jugador del club. Y, más allá de cierta melancolía, me puse contento. Porque era el final perfecto. El final que había soñado él, que me lo había dicho en enero en Punta del Este durante la pretemporada. Y después de unos días me di cuenta de que me había puesto contento por mí más que por él. No es de egoísta. Es que de alguna manera yo siempre me sentí Cavenaghi. Cavenaghi soy yo, es mi viejo, es Miji, mi amigo de cancha de toda la vida, son todos ustedes los que leen esta nota, es el encargado de mi edificio, el diariero de acá a la esquina que me dice “aguante River” cada vez que me ve. Cavenaghi es el hincha más grande del mundo, es la parábola del sueño utópico de todo niño con banda roja, es el elegido, el representante de todos nosotros, los que gritamos sus goles. Ahí muchas veces me caía una ficha: los goles del Toro se gritaban diferente, con sentido histórico, se gritaban como si los hubiéramos hecho nosotros. Porque yo soy Cavenaghi.

Y Cavenaghi es una historia, una historia que si hubiera sido sacada de un libreto de un guionista medio pelo de un distrito de Los Ángeles nos hubiera parecido pésima, demasiado trillada, un cliché tras otro: el hincha que se viene de su pueblo a la gran ciudad, que empieza a jugar en el club de sus amores, que va al colegio allí mismo, que debuta, que empieza a hacer goles, que empieza a ser figura, que es el goleador del campeonato, que sale campeón, se va a Europa, vuelve en el peor momento imaginable, o peor que lo imaginable, para rescatarlo como Batman rescata cada noche a Ciudad Gótica, lo rescata, se va por la puerta de atrás por la decisión de un presidente que nunca lo quiso y de un técnico presidencialista, vuelve de otro exilio y empieza a salir campeón de todo hasta llegar a ese vestuario con la Copa Libertadores a upa y anunciar su despedida del club. Si fuera una película, nos parecería mala, de tan poco creíble. La cosa es que sucedió así, tal cual, todos fuimos testigos, y la realidad supera a la ficción, otra vez. El otro día decidió colgar los botines, pero él va a seguir jugando: va a jugar con el tiempo. Cada día que pase será más grande, será leyenda, se valorará más lo que hizo, y no habrá dudas de que es uno de los ídolos que pueden sentarse en el cenáculo de las grandes glorias de este club. “Eternamente gracias”, dijo el Gordo en su carta de despedida. Y los que le agradecemos somos nosotros: representó como nadie el sueño de todos los hinchas que no llegamos.

Y ahora cuando miro de nuevo esa foto, después de todo, creo que sí me veo a mí mismo.

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