El 31 de octubre pasado en la cancha de Lanús perdimos mucho más que una semifinal de América. Entre la mano no cobrada a Marcone y el primer gol de Sand existió un quiebre absolutamente negativo para nuestra historia reciente. Fue como que una sombra tenebrosa posó arriba nuestro, y nos apagó las luces por tiempo indeterminado. Ahí el plantel (que hasta allí sin jugar un fútbol brillante siempre había dado muestras de carácter) se desplomó por completo.
Pero lo más grave fue la otra consecuencia inesperada. Porque la sombra también había alcanzado por primera vez a tapar la cabeza de Gallardo. El que nunca había mostrado signos de debilidad también quedó tambaleando después de semejante golpe. Cada vez que en estos casi cuatro años de convivencia con el Muñeco hubo un bajón futbolístico, fue siempre él quién rescató al equipo desde lo mental para no desenfocarse. Pero hoy es diferente, porque aquel simbronazo copero lo metió de lleno en una telaraña absoluta de confusión de la cual no puede salir.
Prueba tres o cuatro equipos diferentes cada semana, y sigue atado a un sistema que no le responde hace varios meses. La defensa se arrastra. Los laterales siguen recibiendo sin generar sorpresa. La mayoría de los volantes juegan cada partido en una posición distinta. Y los delanteros son las víctimas del sistema. En ningún momento parece haber un mensaje claro de lo que tienen que hacer con la pelota, y si existe no está llegando a destino.
Obviamente que el 90% de los jugadores bajó considerablemente el nivel, pero es muy difícil analizar individualidades cuando lo colectivo está quebrado, o no poner justamente ese aspecto como razón máxima de aquello. Si se tratase de cualquier otro entrenador hoy estaríamos hablando de un fin de ciclo, porque realmente no hay ninguna razón futbolística que genere algo de esperanza. En todo el 2018 sólo hemos tratado de salir a flote gracias a un par de genialidades de Scocco, y al amor propio de dos o tres jugadores encabezados por Mora. Lo demás ha sido un cúmulo de impotencias asombrosas, donde en cada partido se profundizaron los errores y se siguen rifando los puntos y el prestigio.
Uno ve jugar a este equipo y está todo dado vuelta. Ningún rival parece temernos. Todo el respeto que habíamos recuperado en el 2014 quedó en el olvido. Y eso lastima el alma. Quedar faltando nueves fechas casi sin chances de terminar entre los 11 (sí, once) equipos que van a jugar las copas en el 2019 es un papelón indefendible.
River debe formatear el disco. Limpiar todos los virus, y resetearse desde cero. Y eso llevará tiempo. Por eso creo que ganar o perder el 14 repercutirá sólo en lo anímico, y que para la sanación completa harán falta muchos retoques. El problema de raíz es mucho más profundo que el resultado de una final. Hay que encontrar una nueva forma de jugar, porque ésta fracasó de pies a cabeza. Hoy nos tapó una sombra y todavía queda abierta una pequeña porción de ventana por si llega a asomar el sol que tantas veces nos hizo ver el Muñeco, pero si no cambiamos el chip lo que nos va a tapar por completo va a ser el agua.
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