A mi mejor amiga no le gusta el fútbol. Hace menos de un mes estábamos definiendo la clasificación al Mundial de Rusia 2018 y mientras a todos nos comían los nervios, a la hora del partido ella estaba cenando y mirando una serie.
Un poco más cercano a la fecha, en cuartos contra Wilstermann, teníamos que dar vuelta la serie, se habían hecho apuestas, rezos y promesas durante una semana, los últimos tres días casi no pude dormir, pero para ella fue una semana más, un día más. Al otro día yo tenía una alegría que ella no lograba comprender del todo.
Cuando voy a la cancha simplemente le digo que voy, no le explico la diferencia entre un torneo y otro, ni le cuento si es un partido importante o no, ella sólo sabe que voy y cuando vuelvo me pregunta ‘cómo te fue’.
Anoche me fui a dormir enojada, triste y decepcionada. La verdad es que teníamos todo para ganar, teníamos todo para pasar. Esperé que pasara la noche para hacer comentarios porque el enojo me iba a impedir ser racional. Hoy ya no me levanté enojada, los enojos me duran muy poco, pero sí estoy triste.
Triste lógicamente porque ya se terminó, porque la ilusión por una nueva copa quedó un poco más que a mitad de camino. Triste porque River empezó dándonos una tranquilidad que nos hizo creer que ya teníamos el pase asegurado. Triste porque se desconcentró, porque en el segundo tiempo no se supo enfocar, no supo sostener. Triste por los hinchas, por los jugadores que de verdad sienten la camiseta y sufren esto como nosotros. Triste porque no se cansan nunca de hablar. Triste por Gallardo, quien es el primer responsable en habernos traído hasta acá, en habernos hecho creer y soñar con esta copa, ¿qué decirle? Ustedes, los hinchas desagradecidos, los que lo alababan hace unos días y los que gritaban los goles, vayan a enfriar su cabeza antes de opinar sobre él, muchachos. Porque críticas si se quiere se pueden hacer un montón, pero dispararle es otra cosa.
No sé qué fue, pero ayer algo me lo dijo. Un presentimiento, una premonición, como le quieran llamar. Anoche en el entretiempo pensé ‘¿Y si lo dan vuelta?, ¿por qué no? Nosotros lo hicimos’, además el gol de Sand terminando el primer tiempo un poco nos desconcertó, y ese penal que no nos cobraron dejó un clima raro. Después me dije a mí misma que no, que no podía ser, no iba a pasar. Y pasó.
La furia de todos los hinchas se hizo escuchar de inmediato. Estábamos todos, nosotros y ellos, hablando sobre el VAR y su mal funcionamiento. Quejándonos sobre esa tecnología nueva que no sirve para nada y le saca picardía al fútbol. Y en realidad el VAR no anduvo mal, ni falló, ni se equivocó. Simplemente no lo usaron. No falló el sistema, falló el arbitraje. Un tipo que no vio una mano que vio todo el país, y que en caso de que le resultara dudosa justamente tenía el medio para sacarse esa duda, pero no lo quiso usar. No le resultó necesario, para él no hubo penal. O quizás sí, pero de todas formas no lo cobró. No sabemos por qué no fue igualitario con el uso del VAR, y seguro no lo sabremos nunca. De todas formas, ¿qué importa ya?
Ahora con ‘el diario del lunes’ todos podemos decir que ese penal hubiera cambiado la historia del partido, y la verdad es que no lo sabemos. También hay que hacer una autocrítica y pensar por qué a River le hicieron cuatro goles en apenas minutos. Y ahí no hay tecnología que valga.
No sé explicar las emociones con palabras, lo que sentí ayer viendo el partido es algo intransferible. Era una montaña rusa que pasaba de la bronca a la tristeza, pero que por momentos tenía picos en los que no perdía la esperanza, en los que me decía ‘metemos uno más, pasamos’. Hasta me imaginé las jugadas, les apostaba todo a Scocco o al Pity, estaba casi segura. Lo miraba a Gallardo con el temple de siempre y pensaba ‘cuántas veces te vi así y después saliste con los brazos en alto, dale que se puede’. Pero no se pudo, y dolió muchísimo.
Cuando terminó el partido tenía el teléfono completo de mensajes de amigos y familiares transmitiéndome el mismo sentimiento de angustia y bronca, algunas cargadas, y mi mejor amiga que no sabía que jugaba River y me hablaba de pavadas.
Pensé en ella, la imaginé en su casa, mirando alguna serie acostada, ya preparándose para dormir y mañana ir a la oficina. La imaginé tranquila. Me di cuenta de la diferencia entre ambas, ella ignoraba por completo la situación y yo estaba volviendo, manejando con la radio apagada porque no quería escuchar ni un sonido, llegando a mi casa con el estómago cerrado y con los ojos llorosos.
Me dije ‘ella es más feliz’. Ella no sufre por esto, no se siente como yo me siento ahora, no se va a dormir enojada ni angustiada, no perdió la ilusión. No se va a despertar a las cinco de la mañana por estar soñando con el partido y se va a desvelar repasando jugadas.
Después pestañeé en un semáforo y pensé que tampoco lloró como yo cuando dimos vuelta la serie, ni sabe cómo es estar orgulloso de un club, de sentirse parte. No sabe lo que es levantar copas, festejar, confiar ciegamente, reír y llorar de emoción, hacer apuestas, promesas, tener noches de insomnio y noches de fiesta. Ella no sabe qué es ser de River.
No sabe qué es gritar ‘qué lindo que es el fútbol’, porque aunque anoche me hayan hecho pensar ‘qué mierda que es el fútbol’ y cuestionarme por qué me tiene que apasionar este deporte, por qué no puedo ser como ella e ignorar absolutamente todo este circo de emociones que están detrás de una pelota; porque aunque esté triste, aunque haya llorado sola en mi auto, aunque quizás lo esté haciendo ahora mismo mientras escribo, el fútbol es lindo, sólo que algunos lo quieren arruinar.
La verdad no sé si ella es más feliz, hoy ya no me cuestiono nada. Hay que reponerse de las situaciones, no será ni la primera ni la última. River me ha hecho reír, me ha hecho llorar. Lo único que sé es que esto sigue, y que no me arrepiento, en absoluto, de este amor.
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