“Barovero arregló de palabra y será el décimo arquero que llega a River en los últimos diez años. Que tenga mejor suerte…”. Así arrancaba mi texto del trece del siete de dos mil doce en Olé. Créanme, costó mucho encontrarlo. Probablemente porque buscar “cristófalo + barovero” en la web del diario hoy arroje un millón cuatrocientos ochenta y siete mil resultados. Me costó encontrarlo porque, efectivamente, Barovero tuvo mejor suerte que el resto, porque tuvimos que escribir muchísimo sobre él en todo este tiempo. “Marcelo, ¿puede ser una nota?”, le pregunté una vez, el veinte del nueve de dos mil siete. Fue la primera vez que lo entrevisté: yo era #elpasantedeolé y cubría Huracán. Era la previa a un Huracán-Rafaela, francamente un verdadero bodrio que para mí, con veinte años recién cumplidos y apenas empezando a jugar en un medio grande, significaba poco menos que la final del mundo. La última vez que lo entrevisté, aunque en rueda de prensa esta vez, fue después de la final del mundo, en Japón y contra el Barcelona. El tipo seguía siendo el mismo y yo no: además de perder un poco de pelo, dejarme la barba y destruir mis cadenitas rolingas, en algún momento me la creí un poco, parecí soberbio ante mucha gente y sin siquiera haberle ganado a nadie. Igual soy una buena persona. El punto es: cada vez que me tocó entrevistar a Barovero sentí que no lo era; siempre reflexioné, miralo a este tipo, es el Holanda de Cruyff de la humildad con todo lo que consiguió. Y en realidad no es que yo fuera tan malo: quién es buena persona en comparación a este monaguillo con guantes de arquero. Ni siquiera hace falta ser su amigo para darse cuenta de que Barovero es la mejor persona del mundo, además de la más tímida y reservada. Tuvo la mala suerte de ser también uno de los mejores arqueros de la historia del club más grande de Sudamérica.

Habitualmente me gusta pensar que en realidad conviven dos personas en Barovero, que es una especie de superhéroe. Que durante el día es un oficinista golpeado por la vida, desgarbado, con los pantalones por encima del ombligo, una chomba que le queda grande, que probablemente heredó del placard que un familiar usaba veinte kilos atrás. Uno lo ve a Barovero y lo ve indefenso, lo ve como el blanco perfecto para una estafa, lo ve como ese tipo que puede estar en un yacuzzi tomando un vino con una mina hermosa a las tres de la mañana pero que es capaz de dejar todo si un amigo le pide un favor por más insólito que fuera, “che, Marce, invité a una mina al yacuzzi, pero no sé cómo usar el destapador para el vino, ¿podés venir a abrirlo así no quedo como un boludo cuando venga ella?”, y el tipo deja su yacuzzi y su vino para acudir al yacuzzi y al vino de su amigo, que además vive en Presidente Derqui. Uno lo ve como el tipo que nunca sería infiel pero que perdonaría una infidelidad ajena. Como el yerno ideal. Ni Ned Flanders es tan bueno.

Pero cuando el Monumental o Ciudad Gótica lo necesitan, y vaya si lo han necesitado, el tipo se transforma. Se pone su capa o su buzo verde, sus guantes, una cinta con la letra C en el brazo y hace lo que fuera necesario para salvar a la humanidad. Cuando cae la noche, y ni siquiera hace falta la luna llena, es el capitán de River: ésa es su vida secreta. Ésa fue su vida secreta hasta ahora.

“Barovero arregló de palabra y será el décimo arquero que llega a River en los últimos diez años. Que tenga mejor suerte…”, escribí. Y tengo que reconocerlo: no pensé que fuera un arquero para River. Incluso en Twitter llegué a ironizar: “Vamos a contratar a Chilavert”, adjuntando una foto del tipo, desgarbado, con cara de buenito, intimidante pero al revés. Poco menos de cuatro años después, recuerdo algunas de sus atajadas a Messi en la final del mundo, recuerdo ese penal que cambió nuestra historia. Uno de mis amigos siempre dice, como máxima: “Nunca te cagues a piñas con un arquero, salvo con Barovero: a Barovero me le animo”. El tema es que no hay manera posible de querer pelearse con Barovero. Y menos ahora, ahora que lo amamos todos. Ahora que nos queremos romper la cabeza contra una pared porque el superhéroe cuelga su capa verde. Te vamos a extrañar mucho.

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