El cosquilleo en cada rincón del esqueleto es inevitable, inclusive desde el momento que veíamos hace unas semanas el sorteo de la fase de grupos y empezábamos a conocer a los rivales de River y a especular con la distancia de los viajes y las dificultades de cada oponente. La Copa Libertadores despierta sensaciones imposibles de controlar desde mucho antes que comience hasta mucho después que finaliza. Es un hilo mágico que no termina nunca de desplegarse internamente.

Sumado a que esta edición 2024 puntual trae consigo una adrenalina aumentada por algunos factores extra, como por ejemplo el hecho de saber que la final será en nuestra casa, con todo lo que eso significa. Y encima con el clásico rival también recorriendo el continente pero para jugar la Sudamericana. Si la ilusión ya de por sí es grande por lo que genera la Copa, este año está totalmente potenciada al cubo.

Pero hoy, 1 de abril, también hay que ser centrados y realistas a la hora de analizar el presente. El flojo nivel general del equipo ocupa mucho a los que trabajan adentro para buscar soluciones, y preocupa mucho a los que alentamos desde afuera sabiendo que la Libertadores tiene la premisa de no perdonar nunca, en ninguna circunstancia, y que para pelearla en serio hasta el final hace falta corregir el rumbo y reaccionar. Salvo la gran exhibición frente a Vélez y el enorme segundo tiempo en la final ante Estudiantes, en el resto del recorrido 2024 estuvimos lejos de ver la mejor versión de River. La que sabemos que puede dar por la calidad y la jerarquía que hay en la gran mayoría de los puestos.

Las dificultades en la Libertadores ya de por sí son muchísimas. Ganarla es una complejidad extrema. Llegar a la final significa superar muchos obstáculos. Pelearle mano a mano a los brasileños en instancias decisivas es muy complicado. Y tener la entereza mental para no claudicar en los momentos adversos es un enorme desafío. Pero River tiene una obligación, con la historia y consigo mismo.

Y esa obligación mínima es llegar bien lejos y pelearla con seriedad hasta las últimas consecuencias. Y con un equipo que, si en algún momento tiene que ser eliminado, que sea porque jugó al máximo de sus posibilidades con un estilo que nos identifique, y dejando hasta la última gota de sudor como lo exige esta competencia. La vara debe estar bien arriba, sobre todo cuando en los últimos dos años caímos consecutivamente en octavos de final ante equipos que en 180 minutos debimos haber superado y fallamos en cuestiones futbolísticas y en decisiones donde no se puede permitir el error.

La caída frente a Huracán fue la última gran señal de alerta

Pese a que nunca es un buen momento para recibir una derrota, que cuando llegue te deje algún margen de reacción y que no sea en un partido definitorio. River en Parque Patricios perdió un invicto que venía tecleando porque acumuló muchos empates y varios de ellos que pudieron ser derrota y, si el golpe llegó 72 horas antes del debut en la Libertadores, es momento de exprimir al máximo esa última enseñanza.

El principal desafío en la cancha de Táchira para alimentar con criterio la ilusión y para de a poco empezar a dejar atrás la preocupación tiene que ser que se pueda ver un equipo compacto y que comience a delinear de una vez por todas su identidad. Ese estilo definido y audaz que mostró el equipo campeón de Demichelis en el primer semestre del año pasado que se llevaba puesto a los rivales de turno.

Necesitamos un golpe de efecto y un lavado de cara que nos despabile. Necesitamos que la esperanza en este equipo para pelear la Copa de verdad sea sostenible y sustentable desde las razones futbolísticas. Necesitaremos de nuestra gente para acompañar y alentar al equipo como siempre lo hace para que juguemos con ese plus en el Monumental. Somos River, con todo lo que eso significa, y no nos debe quedar grande esa mochila de candidato que siempre tenemos encima con gran orgullo y responsabilidad. Vamos todos unidos y paso a paso en la búsqueda de la quinta conquista de América.