En los últimos dos años se ha dado en la era del Muñeco un fenómeno muy difícil de comprender, y que durante esta semana se puso de manifiesto una vez más.

Porque hay un River que juega mal y no contagia ni al más optimista del mundo. Que te hace doler los ojos. Que le cuesta horrores dar tres pases seguidos. Que mayormente se nubla y no logra ser profundo. Que se deja emparejar los trámites contra cualquiera. Que corre pésimo la cancha cuando tiene la pelota y, sobre todo, cuando retrocede. Que no le encuentra la vuelta a casi ningún planteo del rival. Que mete un partido bueno a cuentagotas, y que se desdibuja casi siempre y no tiene un rasgo de identidad.

Y después está el otro River. El maduro y sereno. El que hace correr a todas sus líneas con criterio. El que se muestra ordenado en defensa, maneja los tiempos con sus volantes y que sabe aprovechar el potencial de sus delanteros. El que con su postura en cancha irradia tranquilidad y confianza. El que supera toda clase de obstáculos y desafíos. Desde goles agónicos en situaciones límite, pasando por cortes de luz como en Paraguay, por diluvios infernales como los de Colombia o los de la final ante Tigres, o por campos de juego tragicómicos como aquel césped sintético en Perú. Ni hablar de haberse bancado ataques de gas pimienta de aquellos que tienen la señal de FOX todo el día encendida (porque encima ahora les agregaron la liga china para que puedan seguir durante las mañanas los pasos del ídolo que los abandonó).

Hay un River que de los últimos 43 partidos en torneos locales no pudo ganar 30, y sumó solamente 53 puntos de esos 129 en disputa, con la misma cantidad de goles a favor que en contra. Y a su vez hay otro que en ese mismo lapso de tiempo duplicó la cantidad de títulos internacionales del club, y ganó 6 partidos seguidos mano a mano para levantar otra copa y poder estar nuevamente en una Libertadores. Parece inverosímil, pero esas dos máscaras conviven juntas permanentemente. Es cierto que en buena parte de los partidos hemos jugado con formaciones poco acostumbradas a funcionar en conjunto, pero también el bajón nos ha pasado y mucho cuando estuvieron los titulares e irreemplazables de este plantel.

¿Será porque simplemente la adrenalina de un encuentro decisivo o copero contagia más? ¿Será porque la manera de jugar del equipo muchas veces es previsible y no funciona para marcar la diferencia en un torneo largo? ¿Será porque el circo de los 30 equipos y tanta falta de organización en AFA genera malestar y falta de motivación? ¿Será porque no hubo ni hay un recambio sólido en el plantel que permita hacer rotaciones confiables? ¿Será que con el paso del tiempo tenemos cada vez menos jugadores que marcan la diferencia, y que cuando ellos faltan todo se derrumba? Creo que es una mezcla de todo eso.

Cuando suelen preguntarle por esta situación, Gallardo se ha cansado durante todo este tiempo en remarcar que el mensaje que baja para cada partido es el mismo, y que el enfoque de la preparación nunca cambia. Y obviamente que le creo. Pero es evidente que la devoción por el prestigio de las copas internacionales motiva más al plantel. Y eso por un lado infla el pecho y enorgullece, porque sentimos que podemos pisar fuerte en cualquier parte del continente. Pero por el otro genera el doble de bronca, porque el equipo debería también mostrar esa cabeza y esa confianza futbolística para no despedirnos de todos los campeonatos locales con tanta anticipación.

Lo cierto es que todo este fenómeno altera nuestros estados de ánimo de una manera abrupta. Pasamos del infierno al cielo de la noche a la mañana, y viceversa. De la desconfianza a la confianza, y del desencanto a la ilusión. Hace rato que somos una ruleta rusa de sensaciones, y me parece que necesitamos un poco de equilibrio, en el juego y en las emociones. Ojalá esta gran victoria en Colombia sirva para empezar a acomodar un semestre que había arrancado torcido, y que de una vez por todas se corte esta grieta. Queremos un solo River. Uno que tenga ideas claras, orden y evolución sin importar el partido. Uno que nos empiece a generar confianza e ilusión permanente.

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