Imaginate lo que representarás para esa criatura que le pusieron tu nombre como honor, y que debe creer que un mal año de River significa solo clasificar a la Libertadores. Para los de 20 que vivieron toda la adolescencia a puro orgasmo futbolístico. Para los de 30, 40 o 50 que inflan el pecho porque nadie los hizo sentir tan representados cuando miran el escudo. Para los de 60, 70, 80 y 90 que no pueden dejar de ver el reflejo de Labruna inclusive en cada gesto de tu cara, y que los llenaste de nostalgia incansablemente. Es así. Te adueñaste de manera impune de cada generación.


Nunca creí que exista un poder semejante. Agarraste el timón de la pasión más grande de nuestras vidas, y nos hiciste navegar por la excelencia. Aprendimos que se puede naturalizar lo extraordinario y nos regalaste tus años más lúcidos y felices, para que también sean los nuestros. Tu legado está muy por encima de esos 14 títulos que incluyen la final más soñada de todas. Porque se encuentra en lo intangible. En el amor puro de los que te disfrutamos, y también en los que festejan tu partida para evidenciar en verdad el tamaño de sus dosis más profundas de dolor.



Me hiciste caminar sin sentir que nadie me lastimaría por la espalda. Fui ese bebé que gatea sin destino pero con un coraje y una sonrisa enorme hacia un rumbo sin norte. Aquel niño que se tira frenéticamente de un tobogán sin importarle nada. Ese anciano que mira con los mismos ojos de amor que hace medio siglo atrás a su pareja. Tuve momentos de libertad mental plena. Me sentí protegido. Identificado y orgulloso en todas las victorias, y en un montón de derrotas. Conocí lugares y personas increíbles por tu culpa. Forjé amistades. Me nutrí de tu filosofía. Festejé y también lloré como si no hubiera un mañana. La mentalidad y la estética de tus equipos fueron mi válvula de escape cuando tantas tormentas en mi cabeza me querían inundar. Siempre hubo un salvavidas con tu nombre y tu estilo impreso.

No existe un final. No existe un adiós. Tu marca está tatuada. Cerrá los ojos por 30 segundos y creelo, Marcelo, porque hay con qué creerlo.