El miércoles 8 de abril del 2015 River estaba perdiendo 2-0 en México contra Tigres. El equipo mentalmente parecía arruinado, con la pelota no encontraba respuestas, y el horizonte de aquella copa Libertadores era puramente negro y tormentoso. Pero en un abrir y cerrar de ojos con un golazo y una participación determinante en el otro gol apareció la luz de un hombre que evidentemente no entiende de qué se trata el verbo rendirse. Ahí la historia se quebró para bien, y ya sabemos el final del cuento. El domingo 18 de febrero del 2018 sucedió algo igual, en cuanto al trámite, resultado y protagonista. Y conociendo la fortaleza de este hombre puedo afirmar fervientemente que no pasó por casualidad, sino por causalidad absoluta.

¿A quién pudo haberle sorprendido una noche como la que volvió a tener Mora contra Godoy Cruz? A los que seguimos el día a día de su recuperación seguramente que no. Hubo algunos pocos que se apresuraron en querer retirarlo del fútbol y hoy deben estar arrepentidos, pero no vale la pena darles entidad. Porque Rodrigo siempre se encerró en su caparazón de sonrisas y optimismo para estar convencido que iba a volver más fuerte que nunca.

Desde el primer segundo en el que abrió los ojos post anestesia en el hospital. Desde el primer momento que apoyó las muletas en el suelo. Desde cada una de las veces que le sacaba el capuchón al fibrón negro para tachar los días en su cartulina roja. Desde que se subió nuevamente a la bicicleta del gimnasio para mover las piernas de a poco. Desde que volvió a calzarse las zapatillas para meter su primer trote, o los botines para volver a tocar la pelota después de tantos meses. Fue todo un proceso de magia encantadora, donde cada gota de dolor y de bronca por lo ocurrido él la convirtió en líquido mental sanador para su cerebro y su corazón.

Ese mismo corazón con el que juega y nos hace disfrutar. Con ese mezcla de garra para pelear y correr cada pelota, y el talento innato para matar un pelotazo de 50 metros y dar un pase en profundidad que le pase de caño al rival. Todo en el mismo envase. Lamentablemente el River actual brinda muy pocas señales futbolísticas para creer que la situación pueda revertirse pronto, porque estamos inmersos en una confusión y una búsqueda permanente de identidad que nos hace perder puntos y partidos de las maneras más insólitas e inocentes. Pero una vez más Rodrigo por lo menos nos regaló una caricia de optimismo, y una capacidad de reacción a los golpes que no habíamos mostrado en todo el 2018. Una vez más fue el encargado de contagiar al resto, y de hacernos creer que todo no estaba perdido. Y eso se agradece y se valora.

Verlo definir de zurda al lado del palo. Besarse el escudo. Levantar el puño. Mirar al cielo y agradecerle a la vida en la vuelta a la mitad de la cancha, mientras seguramente le iban cayendo las fichas de lo vivido y de todo lo que soñó en que su esqueleto vuelva a sentir esa hermosa adrenalina. Fue mágico, y nos regaló un momento de ensueño. Es que así funciona en Mora la fuerza del amor. Aquella que no tiene fronteras y es capaz de derribar cualquier obstáculo que se interponga en el camino.

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