Quiero congelar la vida ahí. Ahí: no habrían pasado ni diez minutos de partido -todavía había partido-. Ahí: la tiene Vangioni contra la banda zurda, le sale Dani Alves como un perro enajenado o como un argentino en busca de una parri tras pisar Ezeiza después de casi un mes sin un pedacito de carne, en el que sólo comió boludeces con palitos, moneditas de pescado. Qué raro lo de los palitos, pienso mientras veo a una japonesa en un pub atrapando un maní, un puto maní, con esa especie de alargue de sus dedos hecho de madera. Los tipos tomaron la decisión de no evolucionar en ésa, de que les corten la mangia como a los bebés pero para siempre. Son un poco aniñados en algún sentido, pienso. Y pervertidos. Leen revistas porno de animé, o con chicas que en la portada no aparentan más de trece, catorce años. Se derriten el cerebro durante horas en los Pachinko, sus casinos, jugando con canicas metálicas (están prohibidas las apuestas), con un ruido infernal, alienados. Pasan horas intentando cazar muñecos de hentai en máquinas que, claro, están diseñadas para que no los caces nunca. Usan lentes que a simple vista son de sol, tostados, pero con los que ven la realidad distorsionada. Básicamente, evaden la realidad, todo el tiempo. Se escapan de una sociedad prohibicionista, en la que son algo así como robots amables, responsables y disciplinados.
Nosotros lo hicimos también, en Japón, eso de evadir la realidad: pensamos, estábamos convencidos de que le podíamos ganar al Barcelona. Y lo seguimos pensando. Seguimos pensando que si Messi no la bajaba con la mano, y si la FIFA no fuera corrupta, quién te dice. Si Messi no hacía ese gol, probablemente lo habría hecho a la jugada siguiente, pero quién nos quita la firme convicción secreta de que cambiaba todo, que sin el cero uno River no habría salido a matar o morir en el segundo tiempo -a morir o morir, en realidad, pero con la valentía de los grandes-, y que si River no salía como salió, ellos no liquidaban el trámite con esa facilidad, y que habríamos ganado, o a lo sumo empatado, pero los penales eran nuestros, eran. Por un momento, pensé que podíamos ser inmortales, pensé que Gallardo era nuestro papá y que nosotros éramos chiquitos y que él iba a resolver todo, que tenía la fórmula secreta para ganarle al Barsa, como la tuvo para ganar absolutamente todo lo que quiso ganar desde que dirige a este club. Pero me di cuenta de que no todo se puede resolver, no todo tiene solución. O, más bien, me pareció que los de azul y rojo eran la muerte. Vi, por primera vez, la muerte en vivo y en directo, con mis propios ojos. No por el dolor de perder, sino por lo inexorable. Todos vamos a parar al mismo lugar, y todas las pelotas -absolutamente todas- iban a parar a Busquets, como por una canaleta, o un millón de canaletas que tenían el mismo final. Y sentías que no podías hacer nada contra eso como no se puede hacer nada contra la caja de madera. Que las pocas pelotas que tirábamos al área indefectiblemente iban a ser cabeceadas por Piqué. Había algo del orden de lo magnético ahí. Y estaba ese tipo, Suárez, todo de negro, con una guadaña, para terminar de rematarte. Es un buen personaje para una película de terror, pienso. Y estaba un tal Messi, que te remataba con algo de culpa pero que te remataba también, o al menos cuando todavía el partido era partido y todos olvidamos -sobre todo él- que de pibito, en Rosario, era hincha de River.
Pero qué ganas de detener la vida ahí para siempre. Ahí: Vangioni la pisó, amagó a ir para un lado, fue para otro, Dani Alves pasó de largo como tren bala lleno, como pasa de largo un toro bravo en la arena, el Monumental de Yokohama estalló, se dio cuenta de que se podía, que se podía esquivar la muerte, y un tipo al lado mío gritó: “¡Somos nosotros, carajo!”.