(Mendoza – Enviados especiales) River se impuso 2-1 sobre Atlético Tucumán y logró el bicampeonato de la Copa Argentina gracias a una campaña donde nuevamente obtuvo el título al ganar todos sus partidos como el año pasado. Sin brillar esta vez, el corazón y la practicidad fueron claves para la conquista del trofeo.
La maravillosa música de épocas doradas suena con fuerza en Mendoza: “Palo, palo, palo, palo bonito, palo, eh, eh, eh, eh, somos campeones otra vez”. Veinticinco mil almas deliran de felicidad y orgullo porque la alegría tarde o temprano llega desde que Marcelo Gallardo es el técnico de River. El Muñeco nunca nos deja sin celebrar durante un año. Es nuestro ídolo, nuestro héroe que acomoda todo cuando parece que la tristeza puede asomarse. Una muestra de ello es que supo conseguir que River pudiera levantarse a tiempo en la competencia de mayor urgencia, la última chance de tener un motivo más para brindar en el cierre del 2017.
Si bien River arrasó en la Copa Argentina, llegó a la final con más dudas que certezas, con más problemas que argumentos para ilusionarse ante un Atlético Tucumán que venía de bajar al Colón invicto. Poco importó el contexto, Gallardo se las ingenió para maquillar algunos inconvenientes de arrastre, bajó un mensaje claro y derrochó la dosis justa entre optimismo y serenidad para transmitirle a sus dirigidos. Y eso se vio reflejado en varios tramos del partido porque el equipo entendió que sí o sí tenía que ser práctico, dispuesto a dejar hasta la última gota de sudor para llevarse el título en la calurosa Mendoza. Nadie se guardó nada, ni siquiera aquellos que por ahí estuvieron lejos de exhibir un buen rendimiento. Ese compromiso dio sus frutos en un encuentro difícil, como casi toda final.
Los jugadores entendieron que era indispensable hacerse fuertes desde el inicio, por eso salieron a la cancha con un funcionamiento intenso, como si se trataran de pirañas para atacar, defender y recuperar. El gol llegó enseguida mediante Ignacio Scocco, pero la reacción rival también fue rápida a través de Luis Rodríguez. A partir de ahí, River poco a poco cayó en ciertos déficits recientes hasta sufrir en cada avance tucumano. La defensa fue tan voluntariosa como permeable, mientras que los volantes no terminaban de redondear las ideas que aportaban en ataque porque de una manera u otra restaba el toque letal en el área de enfrente. Así el Millonario se fue al descanso con una deuda a sepultar en la segunda etapa para poder festejar.
El desafío fue alcanzado con éxito porque hubo un crecimiento en materia de solidez. Se renovó la tranquilidad de los primeros minutos del partido para ejercer un control del desarrollo. Leonardo Ponzio y Enzo Pérez resultaron determinantes para bajarle el ritmo a los momentos de riesgo y darle circulación a la pelota para rifarla ni dividirla en exceso. El golazo de Ignacio Fernández, tras un centro de Marcelo Saracchi, sirvió para aplicarle la inyección anímica necesaria a River de cara al tiempo restante. Lejos de brillar, cada jugador entendió que no se podía relajar jamás, que había que jugar con el nerviosismo rival. El ingreso de Nicolás De La Cruz cumplió un papel vital para desesperar a Atlético Tucumán: generó faltas, hizo correr el reloj y, producto de eso, ganar oxígeno valioso.
Aunque la idea de Napoleón siempre es ser protagonista, nunca mastica vidrio. Comprendió que en los minutos finales, con el Decano en el terreno de a todo o nada, era inexorable retroceder para rechazar cada envío aéreo frontal, con mucho corazón, apelando más a esas ganas de triunfar que a la inteligencia pensando en un contragolpe demoledor. Todos dieron lo mejor de sí. Nadie se guardó nada, ni siquiera aquellos que tuvieron un mal desempeño. Por eso River terminó conquistando la Copa Argentina por segundo año consecutivo y como incentivo extra, además de la gloria, deberá disputar la Supercopa Argentina en febrero ante el eterno rival. Ese eterno rival que lo mira por TV y quisiera estar en nuestro lugar. ¡Somos campeones otra vez!
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