Hoy, 14 de mayo, se cumple un año del triste episodio en la Bombonera, donde el Superclásico no pudo terminar porque varios jugadores de River sufrieron un ataque con una especie de gas pimienta. El partido fue suspendido con mucha demora y dos días después la Conmebol determinó que Boca fuera descalificado.

Aserrín, aserrán, de La Boca no se van“. Faltaban pocos minutos para que empezara la revancha más esperada y, en lugar de alentar a su club, miles de hinchas locales -no todos, vale aclararlo-, apelaban a una estrofa preocupante, nada recomendable en un evento deportivo. River visitaba a su eterno rival el jueves 14 de mayo. Había nerviosismo. La tensión lógica por un partido decisivo, una final anticipada en octavos. El folklore y las gastadas siempre son aceptadas porque le dan color al fútbol, pero de ninguna manera se puede contemplar la violencia ni los mensajes intimidatorios como sucedió durante la antesala al Superclásico.

La pasión del fútbol fue vulnerada. Luego de un primer tiempo luchado, al igual que en el Monumental, River estaba por el buen camino. Con la ventaja en la serie gracias al 1-0 tan sólo una semana antes, no corría riesgos y se encontraba más cerca de estirar la diferencia que de padecer un empate. Nadie sabe qué hubiera sucedido en el complemento, pero el panorama era alentador. Lamentablemente para todos, teniendo en cuenta que la gente del Millonario quería ver un histórico festejo en terreno adversario así como los simpatizantes genuinos de Boca soñaban con dar vuelta el marcador, el encuentro duró apenas 45 minutos.

Un imbécil, quien días más tarde fue conocido públicamente como “El Panadero”, cometió un acto sin precedentes, demasiado grave. Por supuesto que no se trató de un hecho individual, debido a que existió negligencia del operativo policial, y complicidad de quienes cubrieron a este sujeto mientras derramaba la sustancia sobre la manga que comunicaba con el túnel hacia el vestuario visitante. La barbaridad -que podría haber sido peor teniendo en cuenta que el gas fue lanzado dentro de una manga- se vio reflejada cuando Sebastián Driussi encabezó la fila con destino al campo de juego. En el momento de pisar el césped, quedó en evidencia que algo andaba mal porque apareció tomándose el rostro. Inmediatamente, muchos compañeros suyos atravesaron una situación similar ante el desconcierto del público, que se dividió entre aquellos que apelaron cruelmente a la chicana y quienes se dieron cuenta que un episodio triste se hacía protagonista.

Todo lo que vino después empeoró la situación hasta llegar a una bajeza pocas veces vista. Lejos de solidarizarse, los jugadores de Boca formaron para disputar un segundo tiempo que era imposible, dada la magnitud del ataque sufrido por sus pares a los que no trataron como tales. Que se entienda: a nivel deportivo, está fuera de discusión que los futbolistas del eterno rival y Rodolfo Arruabarrena también fueron damnificados, pero en lugar de actuar como seres humanos, quisieron sacar ventaja del hecho. El papelón fue gigante y, para darle un toque grotesco, que tal vez no fue registrado por las cámaras de TV, varios fallaron pases sencillos durante esa entrada en calor mientras Leonardo Ponzio, Ramiro Funes Mori y Matías Kranevitter ni siquiera podían permanecer cinco segundos con los ojos abiertos.

Para colmo, en las tribunas hubo más capítulos lamentables. Desde el vuelo de un drone para gastar en un momento inapropiado -esto es simple, la gastada es lógica por la rivalidad, pero un aparato de esas características no debería haber entrado y, dicho eso, el contexto tampoco hacía propicio que fuera exhibido- hasta un sinfín de proyectiles cada vez que River buscó salir del terreno de juego, casi dos horas después del ataque. Qué decir de las estrofas, repudiables por donde se las mire. Porque si bien es importante insistir en remarcar que hubo gente de Boca que se comportó de manera adecuada y obviamente no estuvo de acuerdo con la agresión, también es necesario destacar que miles de personas dejaron al desnudo sus peores costados, chicaneando, amenazando (el “aserrín, aserrán” seguía vigente, entre otras intimidaciones) y haciendo todo lo que estuviera a su alcance para empeorar la situación.

Fue tan grave lo ocurrido que cuesta resumirlo. Por ejemplo, César Zinelli, uno de los integrantes del cuerpo técnico, corrió serio riesgo. En su afán por ir a buscar una medicación al vestuario, fue sujetado, alambrado de por medio, por un grupo de violentos. Por suerte o como cada uno prefiera llamarlo, reaccionó a tiempo y con fuerza para soltarse, ¿pero qué hubiera pasado si la agresión se prolongaba? Genera escalofríos pensarlo… Y acá nuevamente hay que detenerse, ¿cómo puede ser que Boca no tuviera medidas de seguridad acordes? La presencia del gas pimienta y otros objetos es responsabilidad del ineficiente operativo de las fuerzas de seguridad, así como de los imbéciles que no saben diferenciar rivalidad deportiva de cuestiones humanas, pero el club local se caracterizó y se caracteriza por hacerle lo más incómoda posible, rozando los límites reglamentarios, la estadía al adversario de turno. Además del pésimo descuido en la zona de la manga, permitiendo la presencia de un hueco entre la escalera y el acceso cubierto, no hay espacio suficiente para que los suplentes realicen una entrada en calor con normalidad ni puedan ejecutar un tiro de esquina en paz (basta con recordar que Andrés D’Alessandro fue impactado con un encendedor el último 24 de abril), sin recibir escupitajos y demás con una facilidad asombrosa. Eso no es mística ni creatividad, que quede claro.

Lo cierto es que ya pasó un año. Pero nadie lo olvidará. El papelón dio la vuelta al mundo. Fue un abandono al espíritu deportivo. Una muestra fiel de lo que ningún hincha genuino, sea del equipo que sea, quiere presenciar. Lamentablemente, le tocó a River. Las consecuencias podrían haber sido de mayor severidad. La vista de varios jugadores estuvo a un paso de quedar comprometida. No se trata de un hecho de alcance únicamente futbolístico. Lo ideal hubiera sido que se disputara el segundo tiempo, claro, aunque aquella noche era imposible. El daño durante esos instantes resultaba irreparable en lo inmediato e incluso en los primeros días posteriores. El contexto tampoco ayudaba. Y, además de que la Conmebol tiene un estatuto suficientemente claro a la hora de sancionar este tipo de actos y otros de menor envergadura (por ejemplo, el leve exceso verbal de Marcelo Gallardo fue duramente penado), ninguno de los equipos entonces clasificados a cuartos de final tenía por qué alterar su calendario para esperar a que un club irresponsable, cuya buena parte de su gente -no toda, insistimos para resaltarlo- celebró el ataque, tuviera una chance en la que inmediatamente hubiera tenido la ventaja de tener a sus adversarios afectados.

Para aquellos que todavía no lo comprenden y hasta pretenden decir que River abandonó, ridículo por donde se lo mire, Agustín Orion, Daniel Díaz -ambos se negaron a colaborar con la salida de sus pares rivales- y otros protagonistas quisieron aprovechar la circunstancia para incrementar sus posibilidades, bastante bajas por lo desarrollado hasta la suspensión. Boca necesitaba un gol para empatar la serie. Prácticamente no avanzó en los 135 minutos disputados. Y en los superclásicos posteriores, incluyendo los amistosos, apenas anotó un gol sobre seis partidos. Aunque lo que todo el mundo del fútbol debería pedir es que un episodio así jamás se repita en un River-Boca. Nunca gas.

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