Todos llevamos la pasión a cualquier lugar al que vamos. No importa dónde sea, los sentimientos siempre vienen con nosotros, nos acompañan. O quizás nosotros los acompañamos a ellos, vaya uno a saber.
A veces, cuando sueño despierta y divago con la idea de vivir en otro país, pienso en mis lugares favoritos de mi ciudad, en las personas a las que no vería todos los días, en las comidas que no están en otra parte del mundo. Pienso en River, en cómo sería tener que alentar al equipo desde un lugar en donde no es local, en el vacío de no ir a la cancha los domingos, de no hacer la previa del partido, en tener que conformarme con verlo por alguna PC en un horario desfasado.
Pero resulta que me fui a México de vacaciones con amigas, y me encontré con que River era local. La tierra de ‘El Chavo del ocho’ y el tequila estaba teñida de rojo y blanco. Durante la semana que estuve allá River jugó dos partidos, uno por Copa Libertadores y otro por el campeonato local. Con una diferencia horaria de dos horas menos que en Argentina todo mi ser estaba pendiente de ambos encuentros. No importaba que estuviera a ocho mil kilómetros de casa, no importaba el horario ni el lugar. Lo único que importaba era River. Y empecé a darme cuenta que no era sólo yo. No estaba sola, éramos muchos más.
El primer día que llegamos fuimos a la playa y había un hincha con la camiseta de Scocco, fuimos a almorzar y había otro con la camiseta del Cavegol, en el hotel en el que parábamos también, cuando caminábamos por el centro para ver qué recuerdo nos podíamos traer había otro, y otro, y otro más. Y cada encuentro con esos desconocidos se transformaba en una caricia al alma, en un guiño, en una sonrisa. Te acercaba a casa. Nos mirábamos la ropa entre nosotros, nos mirábamos a los ojos y sin decirnos una palabra nos sentíamos conocidos, compañeros de una misma pasión que traspasa fronteras y no entiende de distancias.
En la playa si parabas un poco la oreja, los podías escuchar hablando de cómo iba a parar el equipo Gallardo, del ‘mostro’ que es Armani, de la alegría por la vuelta de Mora. Y aunque no participaba de las conversaciones, me sonreía, me trasladaban a la mesa de mi casa con mi papá y mis hermanos, al camarín con los chicos antes de salir al aire con el programa, a las caminatas al Monumental con amigos.
Hasta mis amigas, que no siguen el fútbol, cuando veían a alguien con una camiseta, me avisaban: ‘mirá ahí, uno como vos’. Uno como yo. Uno que espera, sufre, alienta y festeja como yo. Uno que siente como yo. Uno que se vino a ocho mil kilómetros de distancia de casa y lo primero que guardó en la valija fue la camiseta, como yo. Uno que se volvió antes de la playa para ver el partido, como yo. Uno que gritó los dos goles en el medio de un restaurante, como yo. Uno de River, como yo. Como vos.
El sentido de pertenencia logra hacernos sentir en casa aunque estemos a miles de millas. La pasión se lleva dentro, no importa adónde vayamos. No necesitamos estar físicamente en un lugar para sentirnos ahí.
Hay miles de hinchas que me escriben contándome que nunca tuvieron la oportunidad de conocer el Monumental, gente de otras provincias a las que se les hace difícil venir, y sin embargo eso no les impide ser tan hinchas como los demás. Todos sentimos por igual, todos tenemos la misma pasión, estemos donde estemos. Cuando juega River, a la misma hora, en cualquier lugar, somos miles de almas sintiendo lo mismo. Hay una sincronización perfecta entre todos nuestros corazones que están latiendo por la misma razón.
La distancia nunca fue un problema a la hora de amar si se ama de verdad. Volví de México, y no sé si algún día viviré en otro país, lo que sí sé River, es que a todas partes yo voy contigo.
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