Ayer me levanté con una sensación extraña. Sabía que iba a volver a la cancha, pero en el fondo sentía que iba a trabajar y mirar un partido profesional a un estadio de fútbol. Y son dos conceptos totalmente diferentes.

La realidad me pegó de lleno en la frente desde el minuto cero de la aventura. La primera imagen del contexto de un partido es impactante, porque al llegar al estadio pareciera que estás paseando un miércoles a las dos de la tarde por el centro de Santiago del Estero, cuando todos duermen la siesta. Te encontrás en el abismo del silencio, y es un flash porque tu cerebro está acostumbrado y automatizado a escuchar un hermoso bullicio en esa circunstancia. No se adapta al hecho de ver que a 50 o 100 metros del lugar donde se va a jugar el partido y a media hora del silbatazo inicial había más móviles de TV que personas. Literal. Que el tenue movimiento lo provocábamos el puñado de periodistas que estábamos autorizados a entrar, o algún vecino de Avellaneda que salía a hacer las compras o llegaba con el auto a su casa.


Sí, claro, sabía sobre todas las cosas que un plus hermoso me esperaba a la vuelta de la esquina, y que las emociones lindas y fuertes iban a llegar por todo lo que significaba reencontrarme con River. Obviamente eso iba a ser lo más hermoso que me iba a pasar en mucho tiempo luego de tanto encierro y de tanta angustia. Y así lo fue. Pude disfrutar a pleno ese cara a cara con el escudo después de casi ocho meses y me sentí un extraterrestre privilegiado, obvio. Me sonrió el corazón cuando asomó la fila de jugadores al campo de juego, cuando De La Cruz y Pratto la metieron, cuando Armani nos salvaba fiel a su estilo, o cuando Enzo metía un cambio de frente. Por supuesto. Pero en todo momento sentí que no fui a la cancha.

Porque ir a la cancha es otra cosa. Es ese cosquilleo que va aumentando de esquina a esquina mientras vas caminando cada vez con más hinchas en las cuadras cercanas. Es la nena o el nene a upa de la madre o el padre con la camiseta que le sobra por todos lados. Es cruzarte con dos o tres comiendo un chori o una bondiolita mientras discuten sobre algún jugador del equipo. Son los cánticos que se escuchan con un coro perfecto en cualquier cuadra, pasando por la subida de escaleras hasta que finalmente te topás con ese perfume inigualable cuando pisás la tribuna. Es la piel de gallina cuando sale el equipo y agitás las manos como un desenfrenado, y la adrenalina no afloja hasta que llegaste a tu casa. Todo eso es la cancha.

 

 

Sí, hoy celebramos una y mil veces la vuelta del fútbol y que River juegue todas las semanas, porque por un rato dejamos todos nuestros quilombos de lado. Pero ayer reafirmé que hasta que llegue la vacuna y la gente vuelva a las tribunas se jugará a otro deporte. Se llamará en mi mente de otra manera. Será con las mismas reglas del fútbol, pero con un espíritu nulo. Sin ese complemento que lo hace irrepetible. Sin esas emociones salidas del corazón o provocadas por un malón de gargantas que te llenan el alma de vida, y donde los únicos gritos aislados que se escuchan vienen de protestas de los bancos de suplentes, o de un jugador pidiéndole desaforadamente la pelota a otro. 

Ojalá la pesadilla se termine pronto, y que el fútbol recupere cuanto antes la otra gran parte de su esencia.