El reloj marcaba el minuto 45:03 de la segunda etapa. Boca esperaba el final, recluido en su campo. Ferrero metió el enésimo pelotazo a Pavone, graficando la desesperación de la hora. La pelota voló 70 metros y el Tanque volvió a sufrir otro agarrón de un defensor de Boca, como toda la tarde. Loustau cobró faul. Pero en realidad parecía que la victoria de Boca estaba sellada. Sólo Almeyda creía que no. Corrió a buscar el balón que entre el lateral derecho de Boca y Clemente Rodríguez comenzaron a entretener haciendo jueguito. Era la última, pero antes había habido varias, incluso aquélla que un intruso detrás del arco de Carrizo escondió e hizo que se ligara un guantazo del arquero.
Almeyda sintió que lo gozaban. Atropelló contra ese rapado de Clemente que no es ningún santo. Este le puso el piecito izquierdo para que el capitán de River tropezara. ¡Para qué! Al León se le erizó su melena. Su cara se transfiguró. Sus garras comenzaron a estirarse. La baba se le salía de la boca. La lengua se desastranguló como la de una serpiente.
La jirafa Maglio no lo podía sostener. Lucchetti quería separar. Entre el tumulto, tuvieron que aparecer cazadores con chalecos naranjas para doblegarlo. Clemente a todo esto ya estaba blanco del pánico. Fue expulsado y Ferrero mansamente lo sacó del campo. El León seguía ahí. Ya había sido amenazado por el arbitro cuando le dijo: “¡Tranquilizate que ya tenés cuatro amarillas y te dejo afuera!”. Su naturaleza no lo soportó. No le interesó especular, ni ser inteligente, ni nada. Allí se jugaban otras cosas. Estaban pisoteando su orgullo. El de los colores que ama. Aquellos que le devolvieron las ganas de vivir. Por eso ratificó ante la AFA que lo volvería a hacer cuantas veces fuera necesario. Se habían metido contra su sentimiento más sagrado, junto al de su manada.
Era él contra el mundo. Sólo atinó a dejar estampados sus labios una, dos, tres, cuatro veces en la banda. A su pecho, que parecía lampiño, de repente le brotaron lanzas como vello. Le clavó los ojos a esa masa cobarde que no respetó su estatura de gladiador. Cuando se dirigió al túnel, aún agazapado y luego de haberse sacado los escudos de encima con un par de zarpazos, nunca les bajó la mirada. Sus fauces abiertas dejaron escapar el trueno que tapó a toda una tribuna. Rugió como sólo un león herido puede hacerlo. Esa tormenta que escapó de sus entrañas quedará grabada en la memoria colectiva de todos los hinchas de River.
Transformó el gruñido en cinco hermosas letras: P.U.T.O.S. Cinco letras tan profanas como poéticas. Es que Jesús desató su santa ira. Quedará en la historia del fútbol y será leyenda. Fue el día que “yo vi putear a Almeyda, besar la camiseta y gritarle “putos” a La 12”. Duró un par de minutos y desde la tribuna de enfrente lloré de emoción.
Motivo más que suficiente para darle todo nuestro respaldo al equipo el domingo. Así como lo hizo Almeyda, así como lo hizo Passarella luego con Grondona.



