Siete de septiembre de 1994. Todavía me acuerdo la fecha. Era un día de semana, un partido intrascendente por la primera fase de la Supercopa. Y digo que no importaba porque por aquel entonces no le dábamos mucha bola a los primeros partidos de los torneos internacionales. Ahora es diferente, después de lo que pasamos creo que valoramos mucho más todas las cosas. Cualquier partido. Todos.

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Pero bueno, ese es otro tema. Habías bajado recién del avión y todavía no estaba confirmado si jugabas. Decían que tal vez sí, no sé. Mi viejo volvió tarde de laburar y le insistí para que me acompañara a la cancha. “Dale, que vuelve el Enzo”, le dije varias veces. Notaba en su cara que estaba muy cansado, pero era tanta mi ilusión que le recordé que me había dicho que si llegaba a tiempo tal vez podríamos ir.

Conocía todos tus goles. No sólo el gol a Polonia, el golazo ante Argentinos en el 5 a 4, o el penal a Vélez del ´86. Todos. Le pedía prestada la videocasetera a un vecino y copiaba de un cassette a otro todos los partidos que encontraba donde hubieras jugado. Y seguía los partidos del Cagliari, y después los del Torino, antes de saber del ´49, de Superga y la historia de nuestra camiseta granate.

Al final, pese a que ya estábamos jugados con el horario, papá aceptó. Vivíamos cerca, así que nos apuramos y en un rato ya estábamos en el Monumental. Era un quilombo de gente. No quedaban populares, o la cola era muy larga y faltaban pocos minutos, no me acuerdo bien. Por suerte, la fila de la Belgrano media y baja no era muy larga. “Mirá pá, ahí no hay tanta gente”, tiré el manotazo de ahogado porque mi viejo ya estaba a punto de pegar la vuelta.

Cuando nos acercamos vi el precio y me asusté. Siempre íbamos a la popular y la diferencia de guita era bastante. Pero me parece que el viejo vio mi cara que rogaba “por favor, entremos” y no pudo decirme que no. Belgrano media, casi pegados a la Centenario, donde hoy están los lugares para la prensa. Había estado toda la semana cortando papelitos y los llevaba en una bolsa de supermercado que la policía no me revisó. No se por qué me acuerdo tanto de ese detalle. Los tiré como loco cuando saliste, porque me chupaban un huevo Toresani, Cedrés o Crespo. Sólo vos y River. Había estado todo el día mirando el reloj para ver si papá llegaba a tiempo, eligiendo la bolsa para los papelitos, pensando cómo convencerlo… Y ahora estaba ahí. Viéndote salir con el equipo.

Diecisiete minutos. Lo bajaron a la Bruja Berti en el área, y el Monumental se vino abajo con un grito que todavía hoy nos hace acordar a vos más que a nadie: “Uruguayo, uruguayo, uruguayo”. Te hiciste cargo, como siempre. Como el día del 3 a 0 en la Bombonera. Como en la anteúltima fecha contra Vélez que te lo erraste pero después metiste dos. Como la vez del cabezazo contra Talleres. Como el tiro libre bajo la lluvia en Caballito, el gol a Español… Miles. Fue el primer gol tuyo que grité en una cancha, pero no el último.

InmENZO.

Después de ese día vino la época de insistirle a mi vieja para que me llevara todas las semanas a los entrenamientos en Villa Martelli. Teníamos un conocido en la puerta que nos llamaba desde un teléfono público con unas monedas que le daba mamá y salíamos rajando. Tengo una colección interminable de fotos con vos. Sólo paré el día que me dijiste “pibe, otra vez una foto, ¿para qué querés tantas?”. ¿Para qué? Sos el Enzo. Enzo Francescoli Uriarte, el mejor jugador del mundo que vi con La Banda en el pecho. De todas maneras seguí tu consejo, y nunca más volví a pedirle una foto a alguien. Para qué. Ya estaba hecho.

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