Me bajé del subte y empecé a caminar por Congreso: el recorrido legendario. Antes de llegar a Libertador se escuchó un grito de gol muy fuerte. Venía de arriba, un departamento: temimos lo peor. No podía ser de Rafaela, porque el solitario grito hubiera sido un fosforito ardiente cayendo sobre un reguero de pólvora que hubiera multiplicado el clamor por todo el barrio súbitamente. Tenía que ser de Boca. Un agente secreto bostero infiltrado en pleno Núñez. Resignado, abrí Twitter para confirmar la noticia. Había sido gol de Messi. El 500, en el último segundo, contra el Real de Madrid, en el Santiago Bernabéu. Me alegré.

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Y después de un rato me puse a pensar que la carrera de Messi está toda guionada, que es medio cualquiera que todo lo que le sucede -todo lo que aparentemente hace- sea tan perfecto, tan colgado del ángulo de los lugares comunes. Que ya estaba preestablecido que el domingo veintitrés de abril de dos mil diecisiete Messi le iba a hacer un gol sobre la hora al Madrid, así como también estuvo previamente escrito en un libro todo lo que le ocurrió antes y lo que le ocurrirá luego. Tal vez, sí, hubo dos o tres detalles azarosos que se escaparon del libreto como errores de la matrix y cambiaron alguna cosita del guión, como esos breves centímetros que no lo hicieron campeón del mundo en Río de Janeiro, hace ya tres años. Ahí fue cuando pensé que tal vez no haber jugado en River fue uno de esos desvíos sutiles. E imaginé cómo hubiera sido todo, inevitablemente. Cómo fue esa realidad paralela que se alteró con ese aleteo de una mariposa en una línea de tiempo que ya estaba armada.

Primero, ¿por qué Messi no jugó en River? De hecho lo hizo durante tres días, pero no se quedó por razones que no están del todo claras. Las reparaciones históricas sobre el caso, sobre las horas posteriores a aquella demostración del enano de doce años en la cancha siete de Ciudad Universitaria en agosto del dos mil no son del todo precisas. Hay un gris del que nadie se hace cargo. Que River no quiso pagar el tratamiento hormonal de novecientos pesos mensuales del que finalmente se hizo cargo el Barcelona. Que no aceptó darle casa y trabajo a Jorge Messi. Que había intereses creados para fichar únicamente a juveniles rosarinos de Renato Cesarini. Que el club sólo alojaba jugadores que tuvieran de trece años para arriba y Messi tenía doce. Que Newell’s no le quiso dar el pase, como dice D’Onofrio que le contó el propio jugador. Incluso una versión cuenta que fue determinante una discusión de niños con su amigo Leandro Giménez, que se había venido a probar con él, también había quedado y lo iba a hospedar en la casa de sus abuelos en Buenos Aires: una pelea por resolver quién se sentaba del lado de la ventanilla en el micro de regreso a Rosario. Así de ridículo. Eduardo Abrahamian, que lo entrenó en las infantiles de River, Federico Vairo, el cazatalentos que lo llevó a probarse, y el propio Delem, dijeron una y mil veces que dieron la orden de que se quedara. Como sea, fue un detalle insignificante, un aleteo de mariposa que alteró un libreto que para mí ya estaba escrito con él en River.

El dieciséis de noviembre de dos mil tres Messi se presentó ante el mundo jugando para el primer equipo del Barcelona contra el Porto de Mourinho en un amistoso. Sin el aleteo de la mariposa, en el mundo paralelo que estaba escrito y no fue, pudo haber hecho su primer paso en la Primera de River un día antes, en un partido de entrenamiento que el equipo que dirigía Pellegrini le ganó cinco a uno a un combinado del Cefar con dos goles de Maxi López, dos de Coudet, uno de Virviescas y con un tal Marcelo Gallardo que fue la figura del partido: volvía de una lesión y, según la crónica de Olé, titulada Le sobra Muñeca, “fue el conductor que River esperaba”. Messi, intento adivinar, hubiera ingresado por ese Gallardo que todavía no era Napoleón, como de hecho hizo el Hachita Ludueña en la segunda parte. Hubiera compartido equipo con tipos como Barrado, Guille Pereyra, el Rolfi Montenegro, Ahumada. Lo imagino a Gallardo como ese jugador que lo hubiera apadrinado de entrada, su Ronaldinho de las pampas. Y me vuelvo loco. “Le sobran clase, goles y casta. Es fana de Aimar y de Saviola”, cerró su crónica el Topo López (te extrañamos, Topo) después de ese partido con el Porto en fecha FIFA. De Aimar y de Saviola: exactamente lo mismo que se hubiera escrito, y con mucho más sentido, de haber tenido su carta de presentación contra el Cefar.

Pero el debut oficial fue casi un año después, el dieciséis de octubre de dos mil cuatro, contra el Espanyol. ¿Sin el aleteo de la mariposa? Un día después. Astrada hubiera sido el técnico que se adjudicara semejante medalla: contra Almagro en el Monumental. Pero ese día en River en lugar de Messi debutó Lucas Mareque: “Este debut es un regalo para mi mamá”, anunciaba el lateral que era promocionado con bombos y platillos en los diarios como un zurdo que había jugado de diez en Inferiores. En fin: Mareque. River fue un desastre, perdió dos a cero como local, algo que probablemente no hubiera ocurrido con un puñado de minutos de un Messi de diecisiete años. Costanzo; Tula, Tuzzio, Crosa, Mareque; Gabriel Pereyra, Mascherano (sí, hubiera debutado con Mascherano), Lucho González; Gallardo; Sand y Maxi López.

Su primer gol, el primero de mayo de dos mil cinco, al Albacete, hubiera sido en el Monumental ante Lanús, ese mismo día: la hubiera tocado por encima de Chiquito Bossio después de una asistencia pinchada de Gallardo para darle el triunfo dos a uno a un River que, todos vimos, terminó apenas empatando con gol de Salas de cabeza.

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Pero seguí con mi investigación. Me puse a pensar: ¿a quién le hubiera hecho el gol que le hizo a Getafe? El “¡golazo de Messi!” que gritó un gallego algo amanerado después de la apilada más maradoneana que hizo nadie después de Maradona en el ochenta y seis, de ese calco que sólo confirma la teoría del guión: se lo hubiera hecho a Boca en la Bombonera. Sí, señores: para llorar. Con relato argento, en el mundo de Stranger Things, Messi arrancó en la mitad de la cancha, eludió a Neri Cardozo con un giro, pasó como un poste a Banega, a Clemente Rodríguez, con un zig-zag furioso, ya entrando al área, dejó en el camino a Morel Rodríguez y al Cata Díaz al mismo tiempo y, mano a mano con Caranta, enganchó, lo dejó gateando en ridículo y definió de derecha. Fue el quince de abril de dos mil siete, tres días antes de su gesta en este mundo: un uno a uno con Boca que zafamos gracias al gol de Rosales y a las atajadas de Carrizo. Lo que nos perdimos por ese aleteo de mariposa, la re puta madre que me parió. Carrizo; Ferrari, Nasuti, Tuzzio, Fede Domínguez; Augusto Fernández, Ahumada, Ponzio, Belluschi; Messi y Marco Ruben. Así formó River en el partido consagratorio de la Pulga, que para ese momento tal vez tendría otro apodo tipo Picante, con la Banda.

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¿Y el gol que pocos meses después hizo con la mano? Magia: ¿se acuerdan del partido contra Chicago en Mataderos, más caliente que una interna del PJ, en el que Ramacciotti amenazó a los gritos a Ferrari con que tirara afuera un penal en el último minuto porque no salían vivos de la cancha? Bueno, imaginen el mismo escenario pero con un gol con la mano del enano: fue el mismo diez de junio de ese dos mil siete.

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Creo que después de eso Messi sería vendido al Barcelona en unos buenos millones de euros, algo así como treinta o cuarenta. Pero ya habría dejado varios títulos en las vitrinas, acaso Copas Libertadores. Hubiera cambiado mucho. Hubiera sido un jugador distinto, acaso más adaptado a las dificultades de verse jugando sin un equipo que lo contuviera como siempre ha hecho el Barcelona y como casi nunca hizo la Selección. Hubiera dicho abiertamente que siempre fue hincha de River, hoy un secreto a voces. Se hubiera embarrado más, y más temprano. Se hubiera dejado la barba mucho antes: no se hubiera transformado después de que lo sentaran en un banquillo de acusados ante la Justicia española como de hecho ocurrió. Después de ese episodio, Messi quiso ser Maradona: se dejó la barba, se tiñó de rubio, bardeó al presidente de la FIFA, hizo que le cortaran las piernas con una sanción ridícula, puteó literalmente a la AFA, puteó referís, se hizo tatuajes insólitos y le mostró su camiseta a la hinchada del Real Madrid. Todo eso le hubiera ocurrido antes, de manera más dosificada y natural.

Y tal vez salía campeón del mundo con Argentina: en aquellos días en los que jugó para River en Ciudad Universitaria, formó dupla de ataque con Higuaín. Se habrían entendido de memoria y el margen de error se achicaba contra Alemania.

Aunque sospecho que algo no hubiera cambiado sin el aleteo: ya en Barcelona, en diciembre de dos mil quince se iba a enfrentar a River en Japón, en la final del Mundial de Clubes. Le iba a hacer un gol. E iba a pedirles perdón a todos los hinchas.

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+ GRITADO EN EL MONUMENTAL: El gol 500 de Messi.