El otro día un amigo nos proponía un juego: clasificar superhéroes y bandas de rock según equipos del fútbol argentino. Todos coincidimos: Batman es de River. Y los Rolling Stones también. Porque empezaron de abajo y porque se sostuvieron bien arriba a lo largo de los años. Porque no fueron sólo una rachita de hits, una primavera de unos pocos años y no mucho más, como la que tuvieron Vélez, Arsenal de Sarandí o Boca. No: River fue un campeón sostenido en el tiempo salvo por alguna anormalidad y, al contrario del resto, una rachita de algunas temporadas, dieciocho por caso, sin festejar. Como la primaverita boquense pero al revés. Un pequeño otoño en la primavera eterna. Así son los Rolling Stones, la banda más grande de la historia del rock que además, a esta altura del asunto, sigue tocando. Y que en pocos días vendrá a la Argentina por cuarta vez.

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Hay un hincha de River, fanático de los Rolling Stones (se llama igual que yo pero no soy yo), que irá a Japón a ver el Mundial de Clubes y que luego, al cabo de un par de meses, verá a los Stones en el estadio Único de La Plata. Y presume ese acotado porvenir con alegría; con alegría pero también con cierta nostalgia. “¿Qué quedará por ver después de esas dos experiencias in situ consecutivas?”, se pregunta. Lo vive con la alegría del ya-me-puedo-morir-tranquilo que cualquiera recitaría de memoria tras asistir a ambos eventos, pero también anticipándose a la levedad que tendrá su vida después de eso si es que no muere rápidamente y con, claro, tranquilidad. Pero, piensa, la nostalgia también va por otro lado. Va por acá: nunca más va a ver a los Rolling Stones, porque jamás van a volver, lo tiene asumido. Y, la verdad, es realista: por edad, es la gira de despedida, al menos por estas pampas. Y principalmente: nunca más va a ver a este River. Y este River es el River del último año y medio, un River que ya casi no se ve últimamente pero que todavía tiene algún destello. Que todavía tiene una llamita que al hincha le hace creer que en Japón puede volver a ser el famoso River, el famoso Riverplei, y que todos los pantalones terminen en el piso. Porque todavía está Barovero, está buena parte de la defensa titular, está Kranevitter, está el Negro Sánchez.

A partir del 2016, inevitablemente, habrá otro River. Difícilmente sea mejor que el que vimos. Ya no está Funes Mori, tampoco Teo Gutiérrez, ni Rojas, ni Cavenaghi, ni el viejo Balanta, que está pero no está. Y no estarán Sánchez ni Kranevitter y vaya uno a saber si alguno más también pruebe suerte en otro lado. Sánchez y Kranevitter son el alma del campeón, probablemente los más irreemplazables de todos los que formaron el 11 base a lo largo de la gestión Gallardo: el hombre orquesta que marca, corre, rompe, asiste y hace goles y el que en silencio le marca el ritmo al equipo, que sale a presionar y gana bien arriba, que no erra un pase ni amenazado con con arma en la cabeza y que ya debería estar preso por tantas pelotas que robó. Sumados a las bajas del pasado, representan demasiados agujeros para sostener la identidad y el leitmotiv de un equipo de fútbol que siempre fue tan perfecto como corto de recambio, frágil como un complejo castillo de naipes de vidrio. Y no queda otra que aceptarlo: la última función de nuestros Rolling Stones será en Japón. Afortunadamente, queda el director de la orquesta, que dicen que sabe reinventarse como ninguno.

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