Fue una mezcla de sensaciones sin precedentes en mi vida. Mucho desahogo sentimental contenido, entrelazado con la angustia de ver cómo en las calles aledañas al Monumental parecía un día más, y no una jornada en la que River salía a la cancha. Donde Udaondo y Figueroa Alcorta no contagiaban nada de ese perfume futbolero de una previa, ya que el tránsito se veía pasar como un sábado por la noche cualquiera. Con vehículos que frenaban en los semáforos de manera cansina y casi que faltándole el respeto a "el día que juega River", mientras pasaba un colectivo 42 detrás de otro vacío de hinchas con la banda roja cantando y golpeando las ventanillas. Donde el malón de gente que llega desde el puente Labruna estaba invisible y desértico.


Ningún auto desesperado para encontrar un lugar de estacionamiento por las calles perpendiculares a Libertador. Ningún grito de "Chori, paty, bondiola", sobrevolando en el ambiente. Ninguna hija o hijo subido a caballito de su madre o padre agitando los brazos. Ninguna esquina con hinchas entonando algún himno del tablón, mientras la gaseosa, vino o cerveza se comparte del pico. Todo fue una burbuja irreconocible hasta meterme en ese monstruo Monumental que se lleva a todo el paisaje por delante.

Y así, en medio de ese contexto irrisorio, pude tener el privilegio extraordinario de volver a entrar al lugar de todos nuestros sueños. Y ahí cambió mi mundo. El placer sublime de divisar ese nuevo césped tallado de verde esperanza, donde cada detalle de la escenografía era prolijo y bello a la vista, más allá del shock que provoca la ausencia de la gloriosa pista de atletismo modificada por una alfombra gris. La imaginación a futuro de esas nuevas tribunas pegadas al césped. Y el momento cúlmine del equipo saliendo a la cancha, que se dio en contraposición con la falta auditiva del "River, mi buen amigo" desde el tablón. Fue alegría suprema y vacío existencial al mismo tiempo. Donde el placer de cada gol se enfrentaba a la ausencia de ese rugido desde los cuatro costados que nos hace vibrar hasta la última porción del esqueleto. Fueron 90 minutos plagados de un subibaja de emociones.



Lo que sí puedo dar por sentado es que volver a respirar River fue la mayor cuota de oxígeno que tuve en todo el ultimo año. En medio de tanta falta de aire que nos genera esta pandemia que parece interminable, que nos angustia cada día por la incertidumbre, y que además nos robó uno de los aspectos más sagrados de nuestras vidas: la fiesta del fútbol en su máximo esplendor. Por eso sé que el alivio y el consuelo total y absoluto llegará más adelante. Cuando este deporte vuelva a tomar sentido y la Sívori, la Belgrano, la San Martín y la Centenario se llenen nuevamente de pasión y de esos latidos fuertes que solamente nosotros podemos sentir y comprender.