Ser hincha de River es enamorarse cada día y por diferentes motivos, pero todos tenemos en el recuerdo alguna circunstancia que significó nuestro primer gran amor intenso por los colores. Yo estoy pisando los 30 pirulos y me sucedió con el equipo del 96-97, ése que religiosamente jugaba dos veces por semana y que se llevó Libertadores, tricampeonato y Supercopa de manera arrasadora. El otro día me puse a ver algunos goles de aquella época, y me pareció un homenaje justo dedicarle unas palabras a semejantes extraterrestres del deporte.

De chico uno disfruta del juego, pero no llega a tomar dimensiones reales de miles de cosas. A medida que fui creciendo logré entender la magnitud de lo que significaron esos tipos para la historia de nuestro fútbol. Eran literalmente una selección nacional vestida con el manto sagrado. Desde las atajadas alocadas de Burgos hasta verlo a Cruz o al Mencho empujarla a la red, después de que todo el equipo se había encargado de desparramar contrarios con toques y lujos. Las subidas de Hernán y de Juampi. Los quites del Negro. La zurda mágica de la Bruja. Las corridas del Diablo. El poder aéreo de Celso. Las duplas que formaban Enzo con Ariel, o el Muñeco con el Chileno. Los goles de Crespo. Las sonrisas de Ramón con los brazos en alto.

Te liquidaban. Eran capaces de desafiarse a sí mismos para meter un golazo atrás de otro golazo en el mismo partido, y lo conseguían. Un culto a la precisión en velocidad, mezclando en un mismo combo lo simple, lo sólido, lo efectivo y lo lujoso. Muchos de los rivales llegaban al vestuario con la frustración de haber tocado la pelota 10 veces con suerte, y hasta varios se iban conformes a sus casas si la diferencia en el Monumental era menor a tres goles.

¿Cómo semejante equipo no iba a dejarme marcado para siempre? Era llegar al colegio los lunes a la mañana con la frente alta y una sonrisa de oreja a oreja. Era jugar un picado en la calle o en el club y ponerme a festejar los goles como Salas, con una rodilla en el piso y el dedo índice apuntando al cielo. Era tener la necesidad de correr masticando chicle como Enzo, sin miedo a tragármelo. Era relatarme en voz alta mientras llevaba la pelota diciendo “la tiene el Muñe” o “encara Orteguita”. Era amar esa camiseta Quilmes llena de escuditos grises, donde la banda roja hacía juego con esas hermosas tres tiras en la manga. Todo fue un proceso de enamoramiento diario en estado puro. Y de felicidad. Absoluta felicidad en buena parte de mi infancia.

Hoy afortunadamente los pibitos hinchas de River que pudieron vivir la época del 2014 en adelante también tienen espejos a los que tratar de imitar, y recuerdos futbolísticos que los van a marcar por siempre. Y seguramente dentro de 15 o 20 años estarán llegando a la conclusión que su primer gran amor se dio por las atajadas de Trapo con el buzo verde, los goles de Cave o de Alario, la zurda de Piscu, los saltos de Ramiro, las barridas de Ponzio y de Jony, y la personalidad del señor Marcelo Gallardo.

Gracias a Dios en estos tiempos la tecnología nos abre puertas maravillosas. A los que todavía no cumplieron 20, y si es que nunca lo hicieron, les recomiendo (y hasta les suplico) que en algún momento libre abran Youtube y se pongan a ver algún resumen o partido completo de aquella época. Cualquiera al azar les va a generar placer. Y no se pongan a comparar ni a tratar de determinar si aquello de los 90 fue mejor que lo actual, simplemente disfruten el hecho de haber tenido dos maravillosas épocas en el recuerdo para toda la vida. Ahí, en cada segundo que vean de esos monstruos, encontrarán otra razón más para enamorarse de la más hermosa de las pasiones, y van a volver a llegar a la conclusión de que la grandeza de River es única e irrepetible.

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+ Un poco de aquel River histórico:

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