Apenas diez minutos habían transcurrido desde el inicio del segundo tiempo cuando un mal rebote del arquero le deja una clara oportunidad a Independiente, oportunidad que no desperdició y la hizo gol. Y fueron apenas unos segundos los que tardó mi cerebro en entender lo que estaba pasando, en darse cuenta de que se estaba terminando el sueño de la Copa otra vez. En un segundo me imaginé viniendo hoy a la oficina, cruzándome con algún boludo cargándome; imaginé mi teléfono estallado de mensajes alentadores y de fuerza como quien está pasando por un mal momento de salud; imaginé la vuelta a casa en el auto en total silencio y desconcierto. Me vi en un tiempo no muy lejano sin vivir noches de Copa, me vi sentada mirando algún otro partido pensando que ese podría haber sido River. Me vi hablando con Emmanuel y Leandro el lunes pasado después el programa, comiendo en una pizzería mientras les decía 'venimos tan bien que tengo miedo de un golpazo'. Me vi nuevamente inmersa de lleno en la realidad que nos toca vivir, ya sin un River que funcione como un pasaje mágico hacia otro lado donde las cosas no pesan tanto. Ya sin un River que me saque de a ratos, de a noventa minutos, del tedioso día a día. Me vi derrotada.

Pero la vida me ha enseñado, un poco por motu propio y otro poco por la fuerza, que siempre hay que levantarse y dar pelea. Al menos hasta el último minuto todo siempre se puede revertir. Y si algo me ha enseñado el River de Gallardo es que nada está dicho hasta el final.

Alenté, canté, grité, todo mi corazón estaba ahí, todo lo hincha de River que soy estaba a flor de piel más que nunca en ese momento donde el equipo debía plantarse y decir 'esta no se nos escapa'. Ellos desde el verde césped dejando todo, nosotros desde los tablones también.

Elegí creer. No me importó que fuera el peor de los escenarios y que además la pelota estuviese encaprichada sin querer entrar. Elegí confiar. Y entonces trece minutos después, sucedió. Apareció un ángel de la guarda que nació en Colombia y me devolvió las ilusiones otra vez. Me llevó en un segundo, o quizás menos, de lleno a ese mundo maravilloso otra vez, a ese mundo donde River es quien me tiene los pies.

No sé bien qué pasó. No me acuerdo. Sólo tengo escenas como flashes de una película que está llegando a su fin, que está terminando como todos queríamos. El bueno de la película se salvó. Mis amigos uno encima del otro, una señora desde atrás agarrándome de los hombros moviéndome sin parar, gritos, el cordón de mi zapatilla izquierda desatado, mi campera negra en el suelo y la alegría en mi corazón.

Y ahí me vi de nuevo, festejando, renaciendo, diciéndome a mi misma que yo sabía, que yo creía. Me vi hablando con Emma un ratito antes de entrar al Monumental diciéndonos 'Bueno, después nos vemos. Ojalá nos abracemos otra vez', haciendo referencia al abrazo que nos dimos post partido en Mendoza. Me acordé de ese hincha que me crucé haciendo notas antes de entrar que me dijo que nos habíamos sacado una foto en la vuelta con Racing y que teníamos que mantener la cábala con el Rojo, hicimos selfie y se fue. Me imaginé a mi papá y a mis hermanos festejando. Me imaginé la vuelta a casa. Me vi otra vez en semifinales.

Durante trece minutos bajé del cielo al infierno sin escala, pero en un giro las cosas se dan vuelta. River una vez más demostró carácter, demostró quién es y entonces el infierno fuimos nosotros. Este River se ha convertido en la pesadilla de varios equipos e incluso de algunos técnicos. Este River es el malo en la película de los otros.

Así que hoy tres de octubre estoy otra vez dentro de esta burbuja llamada River Plate. No se rompió. Todavía me protege del resto de las cosas. Todavía es mi escudo. No sé si es un sueño o no, pero deseo que dure un tiempito más, deseo que dure hasta el final. Ésta es nuestra realidad, por favor no nos despierten.