El otro día, antes del partido con Lanús, sentí un poco de culpa, o algo así. Sentí culpa por no estar tan nervioso. Por no caminar por las paredes. Por no imaginarme cómo iría a desarrollarse el partido un millón de veces, no analizar qué equipo era el que había que poner, no estar tan movilizado. Tampoco me sentía ante un trámite. Ni siquiera es que estuviera tan confiado. Ni siquiera lo estoy ahora: quedan noventa minutos ante un equipazo, que ya dio vuelta una serie bravísima con un resultado más desfavorable en la ida. Pero sí me sentía curtido. Me sentía un profesional de esto (de hecho se supone que lo soy: bien o mal, hay alguien que me paga dinero por analizar a River e incluso por escribir este texto). (Pero en este caso me refiero a otro tipo de profesionalismo: un profesional de afrontar situaciones límite, de las emociones agudas y los contextos). (Y sentí que ya todos somos un poco profesionales de esto). Sentí que estaba por rendir un final pesuti de la UBA, pero después de haber rendido ya muchos otros finales pesutis. Es decir: al momento del partido, claro, en la previa más inmediata, la incertidumbre siempre es la misma, ese escuadrón de hormigas saharianas corriendo una maratón por el estómago. Pero antes estaba muy tranquilo. Como sedado. Es medio inevitable, pensé: en todos estos años rendimos muchos finales, jugamos muchos partidos así, fueron 37 series de mata-mata con Gallardo como técnico de las cuales ganamos 30. Uno no puede controlar sus galopes. Pero me hubiera gustado hacerlo. Loco, la concha de tu madre, son las semifinales de la Copa Libertadores, cómo vas a estar tranquilo, me dije. Y recapitulé. No es algo que haya visto tantas veces desde que nací, a River en esta instancia. De hecho, A.G. (Antes de Gallardo), la última semifinal había sido en 2005, contra San Pablo, una década atrás. Tuvieron que pasar diez años para llegar a aquella semi con Guaraní. Es mucho. Es demasiado como para naturalizar esto. Intentemos no hacerlo.
Eso es lo que logró Gallardo: que nos acostumbremos. Por eso creo que todavía no dimensionamos del todo lo que hizo, lo que está haciendo, este tipo. Riquelme contó hace poco, ya a diez años de la última Copa que ganó Boca, que la primera vez que la ganaron con Bianchi los recibió una multitud en el aeropuerto, que los siguieron a todos lados, hasta la casa, que Buenos Aires era un quilombo. Y que la última vez que salieron campeones de América no los recibió nadie, que aterrizaron en el Ministro Pistarini y se escuchaban unos grillos de fondo y que, literalmente, media hora después del arribo estaba comiendo un pancho con lluvia de papas en Pancho 46 con un par de amigos. Acababa de ganar la Copa. Es peligroso acostumbrarse al éxito, creo, porque después es un bajón. Porque cuando se vaya Gallardo, que puede ser en ocho míseras semanas (oh por Dios: no), seguramente haya que pasar por otro período especial como el de Cuba durante la década del noventa. Inexorablemente va a ser el tiempo el que ponga en su lugar la era de Gallardo. El tiempo será el que encarezca todos los títulos que logró este muchacho de una manera más rigurosa. No sólo hablamos de trofeos sino de cómo los ganó, a qué rivales les ganó para conseguirlos. Qué hizo por el club en otros niveles que no refieren únicamente a resultados deportivos rasantes sino también a ciertas bases que difícilmente se borren (o se derrumben, porque también fue arquitecto para planificar obras en el complejo de Ezeiza) con el codo de cualquier perejil.
Hace poco le pregunté a Gallardo cómo cree que lo recordarían con el tiempo, si nunca pensaba en eso. Me dijo que no, que nunca lo había pensado. Le dije que no le creía. Me juró que era tal cual me lo decía. Y después de un tiempo entendí que tal vez ése sea su secreto: no pensar con sentido histórico en cada cosa que hace sino tan solo enfocarse meramente en ganar mañana, y pasado, y pasado, hasta que se vaya. Tratemos de disfrutarlo el tiempo que nos queda, tratemos de acostumbrarnos lo menos posible a jugar partidos como el del martes que viene. No siempre va a pasar. No siempre vamos a poder descansar en un entrenador como descansamos todos en él: porque parte de la tranquilidad, también, viene de ahí. De saber que no hay nada que temer, que Gallardo se va a ocupar de todo, que va a pensar en alguna genialidad, que ni hace falta debatir si conviene que juegue Rojas o que juegue Auzqui. Mientras dormimos, Gallardo está trabajando por todos nosotros, sigue craneando nuevas estrategias. El que no descansa nunca es él. Y en algún momento tal vez se canse, porque a veces parece que es un ser humano. Aprovechemos ser contemporáneos a este tipo, aprovechemos que trabaja para nosotros. Con el tiempo, se lo vamos a contar a nuestros nietos.
-¿Te ponés a pensar en cómo te van a recordar con el paso del tiempo?
-No, no me puse a pensar eso. Sé que el tiempo nos hará darnos cuenta de lo que se ha vivido en estos años. Pero en la dinámica no lo dimensiono, no puedo.
-No sé si creerte tanto.
-No, en serio. A ver: qué te voy a decir, ¿que es fácil lograr en tres años lo que se ha logrado a nivel internacional? No, claro, y eso está buenísimo. Sobre todo el hecho de cómo se dieron las situaciones, porque fueron particulares: no sólo ganamos las Copas sino que también hay que ver cómo se ganaron, a quién le ganamos…
-A Boca.
-… Entonces eso todavía hace que hoy por ahí no tomemos la dimensión que con el tiempo será más clara. Parece que se hace más común y no es común. Por eso hay que admirar a los equipos que están en la competencia permanente y no bajan la guardia después de un logro deportivo.