Sentía que nos estaban llevando de la mano, lentamente, a morir. Que transitaba el camino previo a pelear desarmado contra un león en el circo romano con el Emperador comiendo pochoclos en la popu. Indefenso, débil, muerto. No estaba solo, ni me estaban llevando de la mano: éramos cinco o seis periodistas en una combi de vidrios polarizados que viajaba a un octavo de kilómetro por hora por las inmediaciones del Mineirao, en Belo Horizonte. Un estadio coqueto, hecho casi a nuevo para la última Copa del Mundo, pero que tenía alrededores picantes: contrastes propios de un Mundial en Sudamérica, lo que enfocan las cámaras y lo que no. Ellos no nos veían, nosotros sí. Era una marea azul copando las calles, emborrachándose, fumando un poco de paraguaian maconha, haciendo ruido, riéndose como las hienas en The Lion King, riéndose de nosotros. Porque no nos veían, pero nos olían. Olían el miedo, que esa combi perdida en altamar marchaba como en un desfile mortuorio anticipado. “Estamos todos cagados, ¿no?”, preguntó uno de los periodistas. “Sí”. Nos reímos nerviosos. Estábamos, efectivamente, cagados. Primero había que llegar a la cancha, que ya era bastante difícil. Luego había que ganarle al Cruzeiro, y ganarle bien, con al menos dos goles. Al Cruzeiro, nuestra bestia negra, nuestro Alemania, al que no habíamos podido pasar en una serie copera nunca jamás. A mí de chiquito me enseñaron que a Brasil íbamos a perder y a tirar patadas cuando ya no quedaban esperanzas. Y ahora íbamos con un equipo que a algunos -recuerdo y ahora me parece tan ridículo- nos despertaba dudas: Gallardo ponía a Ponzio y a Kranevitter juntos cuando tenía que ir a quemar las naves. ¿Por qué Ponzio y no Pisculichi? Fue, creo, la última vez que me atreví a objetar un plan de Gallardo. Todos saben por qué. “Não se pode torcer”, me tuvo que advertir dos veces una empleada del Mineirao gorda y malhumorada después del partido. No había caso: me quedé cantando en el palco de prensa, que estaba pegado al sector visitante y al puñado de hinchas de River que lo habían llenado. Habíamos hecho historia.
Cómo, entonces, voy a dar por muerto a un River de Gallardo. Cómo no confiar en él y en sus jugadores para hacer historia otra vez. Para dar vuelta un resultado que no pudo dar vuelta ningún equipo argentino en toda la vida de la Copa Libertadores. Suena jodido, sí, pero cómo. La bronca del 0-3 en la altura sigue, pero ahora está latente: ya habrá tiempo para analizar por qué River es probablemente el único club de todos los que juegan los cuartos de final de la Copa que tiene un peor equipo en los mano a mano que en la fase de grupos, si eran evitables las salidas de Driussi y Alario o no, si se podía preveer ese escape clandestino a la ciudad de Leverkusen y tener a mano una rueda de auxilio, por qué River es el único club que quedó casi sin variantes en una lista de buena fe que termina conformada por muchos futbolistas que ya juegan en otro lado (si se resfriaran dos o tres jugadores, no se podría completar ni el banco de suplentes), si el planteo en Bolivia fue equivocado más allá de la sal de los goles errados. Después. Ahora hay que confiar. Ahora hay que cerrar filas: somos los que estamos y estamos los que somos. Y somos muchos: somos millones y seremos decenas de miles en el Monumental. Y cómo no confiar. Si algunos, por lo menos veinte mil locos, hasta confiamos en que había alguna posibilidad de ganarle la final del mundo al mejor equipo de la historia del fútbol y del deporte, el Barcelona de Messi, que venía de ganar ochocientos partidos consecutivos.
Jueguen con fe, sean inteligentes, honren la camiseta que visten, que estoy seguro de que lo van a hacer, y si tienen que caer, que sea de pie, que den ganas de aplaudirlos y de aplaudir un ciclo que, simbólicamente, puede cerrarse este jueves. Porque a la cancha se irá a alentar a River, pero inconscientemente se irá a agradecer, a agradecer ante la que podría ser la última gran función copera de Gallardo. A agradecer que, pase lo que pase, de un tiempo a esta parte cuando vas a ver a ver a River jugarse una quimera, una de ésas imposibles, cuando la noche es más oscura, uno no siente que lo llevan de la mano, lentamente, a morir.
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