“¿Argentina campeón del mundo o ver campeón a tu equipo? No pueden pasar las dos cosas juntas. ¿Qué elegís?”.

Aquella es una pregunta que por lo menos una vez salió a la luz de todo el mundo en cualquier mesa con amigos. Y, por las experiencias vividas, creo que la mayoría de nosotros pensamos igual. No cambio por nada ese gol de Alario a Tigres por ninguno que él mismo pueda hacer en la final de Rusia 2018 para levantar la copa. Firmo con sangre perder 0-5 con Brasil en noviembre y no clasificar si me asegurás que le ganamos 5-0 a Guillermo el superclásico de diciembre y renuncia en el vestuario. Es más, confirmame que nunca más vamos a ir a un Mundial si a cambio me garantizás que la Gallardeta va a volver a salir campeón.

Por eso, y aunque parezca contradictorio, Argentina y River en mi esqueleto siempre van a ir de la mano. Porque en realidad todo el tiempo termino por darme cuenta que lo único que me entretiene o me capta la atención de la selección es lo que pasa con los actuales y con casi todos los exjugadores nuestros. Siento con total “objetividad” que ellos siempre van a ser los que mejor representan al país, tal como lo hicieron con la banda roja. Y porque además es el lugar que los vuelve a reunir, y ahí es donde te viene esa nostalgia increíble de recordar cuando compartían plantel en el club.

Suelo evocar mucho a algún familiar de Bauza cuando lo hace viajar 10 horas en avión a Alario para no llevarlo ni al banco, o cuando no lo pone a Maidana mientras los centrales se arrastran. Pero en el fondo sé que por dentro estoy metiendo un puñito al aire, porque el hecho de que no jueguen hace que no exista ninguna posibilidad de que se lesionen y se pierdan partidos importantes bajo las órdenes de Gallardo. Y ahí volvemos a lo mismo del principio. No te cambio ni loco un gol a Paraguay en Córdoba por uno a Patronato en Paraná el próximo domingo. Ni con una orden judicial.

Pongo otro ejemplo. El gol de Funes Mori contra Perú me sacó una sonrisa eterna y me hizo pararme del asiento para alzar los brazos y aplaudirlo frente a la tele. Es como que ese festejo tenía otro gustito, más aún viniendo de un córner desde la izquierda (Orión quizás sabe de lo que estoy hablando). Pero si ese mismo zurdazo de Ramiro lo metía Zabaleta, con suerte me salía un grito leve o un sí con la cabeza, y no mucho más.

O también me pasa que veo fotos de Kranevitter tomando mates con Lamela y Mercado, y lo único que imagino es que siempre están hablando de River y que están planificando en secreto una vuelta en conjunto para dentro de unos años, porque no tengo la capacidad ni las ganas de pensar o creer que puedan estar charlando de otra cosa. Y bueno, lógicamente me mueve lo que ocurre con Messi, porque es el uno indiscutido y encima sabemos que es tan hincha como nosotros. Eso nos enamora más de él y hace que sus frustraciones en la selección nos lleguen un poco más al alma. Pero nada más. Pará de contar. Hasta ahí llega mi real límite de interés.

¿Me pone contento que Argentina gane? Lógico. ¿Quiero cabecear muebles cuando se nos escapa una final del Mundo como la del 2014? Más vale. ¿Me enorgullece saber que somos el club que más jugadores aportó en la historia de la selección? Obvio. Pero son alegrías y frustraciones mesuradas y enormemente limitadas cuando se las compara con las de mi equipo. Porque River me lleva siempre a ese costado egoísta de poner los intereses del manto sagrado por sobre los de la casaca de la selección. Ayer, hoy, mañana y siempre. En cualquier momento, contexto y circunstancia. No puedo ni voy a evitarlo nunca.

Y te aseguro que la bronca de perder contra los paraguayos en el fondo me duró 5 minutos, que fue el tiempo que tardé en recordar que la jornada de Eliminatorias por fin se había terminado, que los 4 convocados de River estaban sanos, y que el domingo otra vez vamos a estar alentando al Más Grande.

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