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Almeyda, la leyenda del indomable

La leyenda del indomable

pablo-desimone

Dicen que nació en Azul un 21 de diciembre de 1973. Pero desde la semana pasada que se comprobó que hay vida en Marte, empiezan a quedar dudas de ello. Aunque sea un porfiado en asegurarlo y recuerde tanto aquellos atardeceres de pueblito escondido cuando jugaban los picados por la “bolsa de naranjas”.

La historia de Matías Jesús Almeyda parece la historia de una vida dentro de otras vidas. Como si hubiera vivido varias, tal como lo entiende el zen. La filosofía de los samurais, de las cuales se ha hecho cultor. Es que el karma es morir y renacer continuamente. Y así le tocó vivir a Matías. Así pudo resignificar el sentido de su existencia para poder transmitir hoy, casi a los 37 años, esa energía conmovedora pocas veces vista en un profesional de su edad. No es casualidad, entonces, que Matías siempre tenga una sonrisa a flor de labios y una palabra de agradecimiento. Disfruta de seguir jugando como cuando era un chico. Tiene el don de la sabiduría, de quien supo que para volverse a llenarse de felicidad primero había que vaciarse y darlo todo. Que no se puede ser amigo de todo el mundo y que en la vida una recibe lo que da. Que es un medio lleno de “caretas” que cuando se les caen las máscaras no tienen “chapa” de líderes natos.

Alguna vez estuvo preso. Preso de sí mismo. Después de haber alcanzado lo que todos creíamos el punto más alto de su carrera. Sintió la orfandad en que solo te puede sepultar un mundo tan hostil como es el super profesionalismo. Ganó todo, o casi todo, desde que aquella tarde de 1992 que debutó en la Primera de River, donde logró tres títulos locales (1991/93/94) y la Copa Libertadores del 96. Luego pasó al Sevilla en la cifra record de 9.000.000 de dólares. Lo suyo fue tan bueno que la Lazio se lo llevó y ganó cuanto título se le pusiera adelante. Fueron dos años maravillosos: 1998, Copa Italia y Supercopa italiana; 1999, la UEFA y la Super europea y en el 2000, el Scudetto y otra Copa Italia. Ese quizá fue su momento de máximo esplendor. Titular indiscutible de las selecciones de 1998 y 2002 en Francia y Corea-Japón.

Nadie se explica por qué se lo transfirió al Parma. Ese quizá fue uno de los golpes que más le dolieron. Con los años declaró: “Goran Ericksson y Mascardi me limpiaron de la Lazio”. Lo cierto es que la Lazio necesitaba un espacio en el cupo de extranjeros y el elegido fue Matías. Una verdadera ingratitud. Recaló en el Parma (2000/2002), luego tuvo un paso fugaz por el Inter y finalizó su periplo italiano en el Brescia (2004/2005).

Hacía rato que había dejado de ser aquel pibe que limpiaba la pensión de River de Constitución con las mismas ganas que trababa en la Primera. Se había hecho cargo de ser el “el Jesús” de la familia, aquel segundo nombre con que su padre tanto soñó. Y se hizo cargo de la cruz. Después de tocar el cielo bajó a los infiernos. La voluntad, la confianza y las ganas de seguir compitiendo lo habían abandonado.

Sin embargo, aquella cárcel interna era demasiado castigo para su esencial bonhomía y candidez. Se rebeló rápidamente e intentó fugarse de su autoexilio. Regresó a la Argentina, con bastantes machucones en el alma, pero ninguno tan importante como para doblegar al “indomable”. Su destino de líder fue inexorable. Lo llevaba en la sangre. El jugador nunca se retiró y el preso nunca se rindió. Intentó en el Oslo (2007/2008) y optó por la propuesta de Quilmes, mientras iba despuntando el vicio con el showbol.

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Hasta que el “Beto Acosta”, un hermano del fútbol, lo convenció para jugar en Fénix. Estaba vivo, de nuevo. Matías volvía a ser Almeyda. Jugó cuatro partidos y lo expulsaron en dos. El arte de la guerra de Ho chi Min conoció el polvo de la “C”. Fue el disparador para que el Príncipe Francescoli le aconsejara retornar a su verdadero templo. El 30 de agosto del 2009 con Gorosito de técnico, River venció a Chacarita por 4 a 3. Almeyda reemplazó a Buonanotte, a los 43 minutos del segundo tiempo. Volvía el “Pelado”, el mismo que bautizara Federico Vairo, por su bochita siempre rapada. Para volver a pisar de nuevo el césped del Monumental firmó por rendimiento.

Almeyda no se puso precio. Sin embargo, “fue el día más feliz de mi vida”, dijo. Dos minutos bastaron para ganarse una amarilla y darnos cuenta de que quizá nunca se habían ido su corazón, su amor propio, su temple. Y su pinta, que aún con arrugas dicen las chicas ser tan eróticas como su cabellera y su vincha. Desde aquel día a la fecha el sable del samurai se fue afilando cada vez más. Hoy debe figurar entre los tres mejores jugadores de la temporada 2009/2010. No le gustan los colegas que hablan de atrás o hacen política en vez de jugar. Es de “meter” pero sabe distinguir entre la hombría y la “mala leche”. No lo asustan las “bravuconadas” de los bocones. Sabe que éste nos es juego de “muñecas”, ni de “nenas”. De “nenas” es quizá la alcahuetería. Y el fulbito que juega con sus tres hijas. Está más plantado que nunca. Habla lo justo y necesario. Es capitán por presencia, por experiencia y porque juega más y corre menos, por su don de gente.

Le robó todos los secretos al puesto. Lo suyo fue tan inmenso que su ausencia le costó carísimo a Cappa. Paradojas que siempre deparan los grandes. Don Angel le había dicho a principio de temporada que la titularidad se la tendría que ganar porque en sus planes estaba Bolatti. Matías fue desde el primer partido del año un jugador irremplazable. Cuando todos lo daban por muerto se levantó y se convirtió en una leyenda. Un coloso, un gladiador, un orgullo riverplatense. Un alma indómita, que rompió las cadenas para colocarse la corona de Rey león. Que el miércoles vuelve. Como siempre. Si vive volviendo. Cuando hay que poner las cosas en su lugar, primero él. Matías Jesús Almeyda, “la leyenda del indomable”.

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