14 de mayo del 2005. River recibía a Olimpo en el Monumental. Recuerdo que se adelantó el partido a un sábado porque el martes siguiente jugábamos en Ecuador por la Libertadores. Llegué al estadio muy ilusionado por dos razones. Primero, porque si ganábamos nos subíamos a la punta del torneo. Y segundo, porque en el club bahiense atajaba el señor Julio César Gaona, un arquero pelado que por aquel entonces se comía goles religiosamente todos los fines de semana, y seguramente en cada entrenamiento. “Hoy goleamos tranqui”, creyó en aquel momento mi cerebro de inocente palomita.
Créanme que esa tarde viví una pesadilla espantosa. Perdimos 2-0, Ángel Sánchez nos cobró un penal en contra por una mano que no fue, y para colmo de males ese gnomo calvo de Gaona atajó el mejor partido de su vida. El único bueno, quizás. Reflejos totales, volaba de palo a palo como el Hombre Araña, descolgó 822 centros y parecía una muralla invencible. Fueron los 90 minutos más trascendentes de su carrera, y el desubicado lo hizo delante de mis ojos. No lo podía entender, ni creer, ni concebir, ni aceptar. Obviamente que al partido siguiente volvió a ser el mismo de siempre, y le metías un gol por el medio del arco hasta con la pelota gigante de Quico.
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A partir de esa desgracia inolvidable empecé a poner más atención a este particular asunto de los número uno rivales, y descubrí con el paso de los años que aquello no iba a ser casualidad, ni mucho menos. La lista negra de guardametas detestables es eterna en los últimos años, y estoy seguro que todo hincha de River tiene un nombre puntual en la mente que comenzó su propia historia del terror, como yo lo tuve con Gaona.
Uno de los últimos grandes suceso recordados lo vivimos con el paraguayo Azcona, de Independiente del Valle, a quién jamás habíamos oído nombrar hasta esa famosa serie de octavos de final. El muchacho nos terminó liquidando de pies a cabeza con sus tapadas infinitas emulando a Amadeo, Barovero, Pumpido y Fillol fusionados en una misma persona. Insólito.
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Y, ya que estamos, un caso más para sumar como ejemplo ocurrió ayer con Pellegrino, en el partido frente a Arsenal. El pibe es un correcto arquero (no voy a cometer la atrocidad de compararlo con Gaona), pero resulta innegable reconocer que en tan solo 5 o 10 minutos sacó dos pelotas que hasta ese momento de su existencia le sonaban imposibles. Después tuvo responsabilidad directa en el gol de Alario y por suerte hubo final feliz para nosotros, pero aquellas voladas suyas del primer tiempo me trajeron a la memoria esa seguidilla de momentos desagradables que padezco muy seguido en mi organismo desde aquel sábado trágico del 2005.
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De eso se trata esta maldición de los arqueros rivales que nos persigue sin cesar. Es una raza selecta y diabólica de tipos que nacieron solamente para ser la tapa de los diarios en el día posterior al que juegan contra nosotros, o que justo ante River se encuentran las mejores atajadas de su vida para llenarnos el alma de sufrimiento en los partidos decisivos. El resultado final del encuentro puede matizar algunas cosas, pero nada logrará borrar esa sensación maldita que lograron generar en nuestro esqueleto. Todo pasa sólo por ver cómo estos seres del mal nos arruinaron el ánimo de una manera categórica, aunque sea por un instante.
Igual ojo, que no toda la historia tiene que ser triste. Porque por supuesto que existen las excepciones, como en cada una de las reglas, y debemos reconocer que varios arqueros rivales no han parado de darnos alegrías. Tengo uno que es mi preferido. Si mal no recuerdo se llama Agustín, y creo que abandonó hace muy poco el club en el que estaba. Y si por una de esas casualidades en algún lugar de Avellaneda me estás leyendo, quiero decirte que te voy a extrañar mucho en los superclásicos. Mucho de verdad.
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