Fue en la Argentina del 2002. Y en aquel River que empezaba a parecerse a ella. Tiempos de saqueos, ejércitos de pobres comiendo basura, de bancos robando nuestros ahorros y de desesperanza. Un pueblo movilizado para frenar una nueva colonización. Poco antes, muy poco, hipnotizados por los profetas de un progreso globalizador que nunca llegó. Tiempos de cacerola en mano para defender un cacho de dignidad Y encima de todo, nos robaban la felicidad y la picardía de un jugador entrañable: el Chacho Coudet. Quico, para los amigos. Se iba de River algo más que un símbolo futbolístico del equipo de Ramón.

Se iban la ocurrencia, la gastada del vestuario y al rival, con todo respeto. El “padrenuestro” de la rabona. El grito de gol en su cara, el pelo platinado, las dos bandejas de Brandsen pintadas rojo y blanco y arriba esta leyenda: “yo te voy a dar la definición exacta de esto. Esto es el casamiento entre dos familias que se dividen los gastos. ¿Bueno, entendés? Uno es Boca, uno es River. Boca pone el salón (silencio del periodista). ¿Y River? -pregunta-. River pone la fiesta”. LA FIESTA. ¡Así, simplemente, así era el Chacho!

Por todo esto se fue el Chacho, se iba buscando un claro en el bosque de su existencia. Y si dolió que nos “chorearan” algo más, era esto. Sus “locuras”, “su “sonrisa”, su “actitud festiva”. Y sin saberlo, aunque se intuía, Chacho hacía rato que no se divertía. Que no era el mismo. Justo él, que fue el primer jugador que se pintó el pelo en River. Que se mofaba de los que lo cuestionaban por tribunero. Sí, por tirar caños, rabonas y otros chiches. Por sus festejos espectaculares y porque sus tacos y salidas hacia adentro tipo Jota Jota no eran suficientes para los exégetas de un puesto que alguna vez ocupó Moreno, Prado, el mismo Negro y Héctor Enrique, menudos próceres.

Sin embargo, Chacho siempre tuvo el genoma del potrero en la sangre y eso el hincha lo percibía. Era una espejo del futbolista que todos llevamos adentro. Ni demagogo, ni franelero. ¿A quién no le gustaban los “firuletes” del Chacho? Esa excitación, esa erótica relación con la tribuna estaba sustentada en su espíritu transgresor. Con y sin la pelota. Ese que lo convirtió en el “perro verde” de los equipos que integró. El que cumplió con la promesa de pintarrajearles la cabeza a todos su compañeros si salían campeones del Clausura. El que fue creciendo como jugador al punto de estar en la consideración de muchos para la nueva Selección.

Como un clown, había disimulado, debajo de esa desfachatez, la angustia. El Chacho se tuvo que sacar la máscara, para que le creyeran que ya no era el mismo. Se lo vio con la mirada perdida, porque esto de bajonearse era algo raro, desconocido para él. Me voy al fútbol europeo, fútbol que “no tiene hinchas que sepan tanto como los de acá”, supo decir. Para quienes no tienen memoria que de última este maravilloso deporte es un “juego”, aunque sea por dinero, se olvidarán rápido del “engrupidor” y “exhibicionista”.

Para muchos (me incluyo) con él se fue parte de la “esencia” del jugador rioplatense. El que brilló en River gracias a su naturalidad y desparpajo. El que asistió a Cavenaghi como nadie. El que sin saberlo se despidió ante Estudiantes con un toque “sutil” frente a Docabo, marcando un golazo. El “Chachooo, Chachooo” de aquel domingo fue el último que le tributó esa misma gente que quedó dolida por su partida, y que también está sufriendo por esta “colombianización” (con todo el respeto que me merece el pueblo de Colombia) de la Argentina.

Se rifó todo, se vendió todo por dos pesos. Nos robaron “las locuras” del “Chacho de la gente”. ¡Era un basta por favor! No escucharon, parafraseando a Víctor Heredia en Taky Ongoy: ¡Sólo les faltó prohibirnos llorar!