Fuiste a jugar al fútbol cinco con tus amigos hace seis meses. Cancha de sintético con caucho. Y un día tu jermu te llama alarmada: “Hay ratas en casa”. ¿Cómo que hay ratas? “Sí, hay caca de rata en el patio”. No, claro que no era caca de rata. Eran los vestigios de tu partidito con los pibes del laburo: bolitas negras de hule. Es técnicamente imposible librarse de ellas, incluso con los métodos más radicales de limpieza. Hace seis meses jugaste, pero podían haber pasado dos años, y la pequeña reproducción de caca de rata iba a aparecer por alguna parte. Es más fácil eliminar una enfermedad terminal de tu cuerpo que las bolitas de caucho de tu casa. Se extinguieron los dinosaurios de la faz del planeta, pero las caquitas de caucho no: incluso cuando ya parecen exterminadas, pasado un buen tiempo se descubre alguna sobreviviente que, como El Pianista en la invasión nazi a Polonia, pasó sus días escondida en alguna madriguera, a salvo de los tanques de guerra o las aspiradoras, para el caso es lo mismo.

A veces pareciera que no, pero creo que a River le quedan muchas bolitas de caucho de lo que fue el equipo campeón de todo. No pudieron haberse olvidado. Y es cierto que es otro River, básicamente porque son otros jugadores, pero hay una base y sobre todo una idea que se mantuvieron. Lo que parece es que River está en otra. Que recupera la memoria por espasmos, después de algún estímulo como el gol que le hizo Lanús el domingo. Hasta ahí, un equipo zombi, un equipo de fin de fiesta: un equipo jugando en un boliche a las dos de la tarde, con la luz del sol entrando como rayos láser por dos o tres rendijas, con el suelo pegajoso de tantos tragos mal defendidos (un amigo dice que los vasos en los boliches se defienden como a la pelota: con los codos) en el ida y vuelta de la barra al rancheo donde los grupitos bailan ensimismados y miran a chicos y chicas for sale. Ahí está jugando River, con un poco de resaca y en un escenario que no es el mejor: la gente también está un poco en cualquiera.

La gente no está jugando el campeonato, tampoco. Todavía dura el trip de salir campeón de todo, una droga tan rica como dura, que te deja deambulando en The Walking Dead, que deja al equipo jugando por inercia, a todo el mundo cantando en loop que de la mano del Muñeco vamo a Japón. Les tengo una mala noticia: faltan más de dos meses para ir a Japón y lo del DeLorean es todo mentira, fue en una película.

Todos quisiéramos entrar en coma y levantarnos en diciembre, que nos den el alta y nos subamos a un avión con destino Tokio, pero no: River sigue jugando. Y River tiene que seguir ganando, antes, durante y después de ir a Japón.

Parece simbólico, una pelotudez, pero el parche con la Copa Libertadores en la camiseta con la que juega River desde hace poco más de un mes no parece ayudar demasiado. Primero, por una cuestión esotérica, que probablemente sea lo más importante. Segundo: la Copa Libertadores es pasado. Hay que soltar. Ya está: obvio que ahora todo sabe a poco, que un partido berreta contra Lanús en el Monumental te chupa un huevo al lado de lo que vivieron en todo este tiempo hinchas y jugadores, pero ponerse la banda es suficiente motivación. Y de última, un pequeño detalle: los jugadores son profesionales, tienen más responsabilidades que la gente, juegan por plata plata plata, es un trabajo. Y si vos no tenés ganas de laburar en la oficina pedorra para la que trabajás, seguramente tu jefe te eche. El parche con la Copa Libertadores no sirve para nada, en definitiva. Ni siquiera para intimidar y recordarle a tu rival de turno que sos campeón de América. Que todos se queden tranquilos: el rival de turno ya lo sabe. Y algunos no sólo lo saben sino que se van a querer matar de acá a un buen tiempo por eso.

Entonces, River: no mire para atrás, un par de bofetadas y a reinventarse, que todavía quedan bolitas de caucho.

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