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El fútbol y la vida tienen momentos en los que el tiempo corre más cansado, con otra cadencia, una en la que el tac llega varios segundos después del tic. La expectativa es el factor que demora el paso del tiempo. Sucede en cualquier sala de espera má

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El fútbol y la vida tienen momentos en los que el tiempo corre más cansado, con otra cadencia, una en la que el tac llega varios segundos después del tic. La expectativa es el factor que demora el paso del tiempo. Sucede en cualquier sala de espera más o menos relevante: el reposo previo a la devolución de un examen en la facultad o en un hospital, el momento exacto en el que Caniggia en el Mundial de 1990 recibe de Maradona o en el que Pipino Cuevas agarra la pelota en mitad de cancha en el mano a mano más largo de la historia; me contaron que así ocurre también durante un parto que no se ve. Tic. En fútbol, son contadas jugadas en las que, de repente, se apagan las luces de todo el estadio y las gradas y el campo quedan completamente a oscuras salvo por un pequeño foco que ilumina como sucede en las tablas de teatro a dos jugadores, como a Cuevas y a Campagnuolo. Nada más que eso importa. Algo va a pasar ahí, uno de los dos va a ganar el pequeño reto personal, algo similar a la modalidad de la definición por penales en el hockey. Tac. En realidad el duelo no es tan personal: los dos saben que durante esos pocos pero lánguidos segundos todo el mundo los está mirando a ellos, que no van a poder pasar inadvertidos como ocurre en general en los partidos de fútbol trabados en los que la pelota está en disputa la mayoría del tiempo, para aquí y para allá como en un flipper, y donde suele destacarse la repentización. Es un problema que suelen tener los delanteros. Por caso, queda claro que Higuaín resuelve mejor en el área con movimientos instintivos que cuando queda mano a mano con un buen trecho por pensar y sabiendo que todo el mundo está pendiente de eso. Tic.

Desde la mitad de la cancha salió un pelotazo hacia mis espaldas. Yo estaba jugando de tres, una posición como para no destacarse demasiado en mi caso, como para pasar el rato y no mucho más. Fue en ese momento en el que el breve sol que iluminaba la mañana de Ezeiza me siguió a mí y al ocasional puntero derecho de ellos y a nadie más que a nosotros. El bochazo era muy bueno: la pelota nos iba a pasar a los dos y si el puntero me ganaba y orientaba el cuero en diagonal, se iba solo a un gol seguro. Tac. Desde que salió el pase largo, el tiempo empezó a bajar la velocidad. Fuera y dentro de la cancha todos se detuvieron salvo nosotros dos: nadie iba a poder hacer nada más que observarnos. Y gritar: “¡Dale, Ari! ¡Dale, dale, dale, que llegás! ¡Vamos!”, escuché casi al unísono. Y, claro, el ambiente se cargó un poco más con las esperanzas de los demás. ¿Por qué tantas? Es cierto: esa jugada, un clásico de todos los tiempos en el fútbol, puede definirte un partido. Pero en este caso la expectativa habría sido exagerada si quien jugaba de tres no era yo en contraposición a que quien jugaba de puntero derecho y ahora corría a toda velocidad para ganarme las espaldas era Marcelo Gallardo. Tic. La bestia y la bella, en términos futboleros. A otra escala, me imagino una escena similar cuando Messi encaró en una final del Mundial de Clubes a Juan Manuel Díaz: los hinchas de Estudiantes y el propio Díaz debían sentirse como se sintieron mis compañeros de equipo, los suplentes y yo el otro día. A Díaz, como a mí, le debieron haber gritado “dale que llegás” porque en realidad nadie tenía fe en él: si el lateral izquierdo en Ezeiza era Sorin y no yo, nadie le habría dicho nada.

Tac. Para mí era una especie de revancha personal, también, y mientras la pelota estaba en el aire, lo pensé. Era la segunda vez que jugaba un partido contra el actual cuerpo técnico de River. El primero, en Punta del Este hace un año y medio, terminó en un deshonroso 0-8. En el primer tiempo jugué de nueve con unos botines de utilería que me quedaban chicos: la única situación que tuve la resolví con un puntinazo que me rompió la uña del dedo gordo y que salió rozando el travesaño. En el segundo tiempo fui de cuatro. Gallardo agarró la pelota contra mi banda, me encaró, enganchó para adentro, siguió, siguió, siguió y desde el borde del área la clavó en un ángulo. No habría podido pararlo ni con un tackle. Lo seguí en todo su recorrido con la certeza de que no había nada que hacer, como por inercia, para convencerme de que estaba jugando contra él al fútbol cuando en realidad no estaba haciendo nada: era una especie de holograma. Tic.

La pelota nos pasó, picó una vez y salió disparada. Corrí a toda velocidad, la máxima posible, pero él me iba ganando. El cuero estaba a media altura. Levanté la pierna para puntear la pelota antes de que Gallardo se fuera al gol. Y la saqué al lateral. Y todos estallaron. Y yo fui feliz. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Después Gallardo hizo dos golazos, perdimos 4 a 1, lo normal, pero yo ya había juntado una historia que podré contarles, y ahora leerles, a mis nietos: para ese momento, y al paso que va el tipo, seguramente le habré sacado una pelota al ídolo más grande de la historia del club.

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