Ocurrió. Pasó lo que tenía que pasar. Ni un minuto antes ni un minuto después. Quizá, hasta sea mejor que haya sido faltando diez finales y no en la última. River se cayó de una escalera destartalada. Trepaba, pero sus peldaños se movían. Instituto, el escalón más alto, parecía inalcanzable. No tanto por la imbatibilidad del equipo cordobés, sino por la irregularidad de River. No en el “cuánto”, sino en el “cómo”. Hace rato que los triunfos millonarios vaticinaban algún paso en falso. Y Atlanta le movió el piso, la pelota, le demostró que de una rueda a otra se pueden cambiar los planos y mejorar, con un excelente arquitecto y obreros superconcentrados en la tarea.
El fantasma de la derrota tan imaginada, posible y anunciada, se encarnó en la astucia del Negro Roldán. Lo que parecía una fanfarronería o una chicana para un equipo como el Bohemio, lo transformó en convicción: su triunfo fue tapa. Concepto a imitar y por qué no robar al “uña” tucumano. Excelente medicina ante los males anímicos, que a River no lo abandonan. Atlanta rascó la cascarita de esa herida absurda en el corazón de River, que es la palabra descenso. El zapatazo de Lorefice activó el peligro de pánico, cayendo en desesperación. El pelotazo, el apresuramiento, la imprecisión y los bajones que alimentan al “fútbol panicoso”. Antes, bien lo disimularon los resultados, la magia de Trezeguet, la efectividad, los porotos, las canchas llenas y la pasión y el color de la gente.
En Liniers, la herida absurda se llenó de lógica por falta de funcionamiento e insufrible por el destrato de la pelota. Como un pájaro sin luz, se va apagando, se obnubila, se encapricha, pierde la fe. Se vuelve tímido cuando debe sacar pecho. Y hasta parece ayudar a la mala suerte. Una peinada de Trezeguet que besa el segundo palo y no quiere entrar, Cavenaghi rifa el penal -extraño en él-. River que se inmola y decide jugar a la carga barraca. Paga. Se regala en el fondo y permite que a Vega le lleguen mano a mano, lo que obliga a Ramiro Funes Mori a hacer un tackle y ganarse la roja. Final del primer tiempo y la vuelta con cambios que esta vez no dieron el mismo resultado que contra Ferro. “Después qué importa del después”. Ya era todo confusión. Ya los de Villa Crespo habían asumido el control psicológico y táctico del partido que sólo pasó zozobras con un fierrazo del mellizo delantero y un tiro cruzado de Sánchez.
Un partido donde River desnudó toda su precariedad de ideas. La orfandad de juego colectivo que no alimenta al tridente o el tridente que debería perder algún pinche y sumar más creativos a la oficina. Ese dilema, que se suma a los “pajaritos” de algunas individualidades que extraviaron la bandada. Y tropezó, previsiblemente. Inevitablemente se despatarró, pero se tiene que levantar, sí o sí, sino deberá cargar con la cruz de la incertidumbre hasta el final.
La tabla indica que sigue segundo, no es grave. Para los que no se babean de sangre, las posibilidades están intactas. Almeyda deberá poner a prueba toda su inteligencia, los jugadores deberán sumar su fibra y los hinchas de River no caer en la mensajería apocalíptica. Es una hora de extremo compromiso y amor. De sabiduría y grandeza. Hoy, como ayer, como la historia de River lo exige, se requiere un esfuerzo más. A nosotros, los hinchas, desde la trinchera que nos toca, la prioridad es no abandonar. Ése es el partido que debemos ganar, más allá de las críticas. Si creemos en la resurrección de River, acá nadie se va… Hay que aguantar.