Me desperté muy temprano, nervioso como siempre en la víspera de un Superclásico. Recién había pasado los veinte y todavía tenía que decirle a mi vieja que me iba a lo de un amigo para que no se preocupara. Me tomé el 152 rumbo a La Boca y me llevé la campera impermeable porque pintaba lluvia.
El viaje fue tranquilo, aunque me preocupé un poco cuando estaba llegando a Pedro de Mendoza: yo tenía puesta la gloriosa banda con la publicidad de Peugeot, y sólo me cruzaba con remeras rivales. Cuando me bajé, la cosa mejoró, porque se estaba juntando mucha gente de River en una esquina.
Había cajas con miles de rollos de cinta y muchas de esas bolsas-globo para inflar. Esperamos algunos minutos y empezamos a caminar hacia la cancha. Cuatro cuadras que luego serían famosas. Subí hasta la tercera bandeja y ahí me quedé esperando el comienzo, casi en el medio, arriba del arco. Qué mal se ve en esa cancha, por favor.
Mientras preparábamos el recibimiento, ya empezaban a caer las primeras gotas, y cuando salió el equipo, la popular era una fiesta. El partido empezó con mucho nervio, pero por suerte vino el gol tempranero de Cambiasso, y un rato después la metió el Chacho, que casi se rompe la espalda en el festejo.
“Bueno, -dije- al menos un empate nos vamos a llevar seguro”. Realmente no quería irme con una derrota en mi primer partido en esa cancha inmunda. Llegó el entretiempo, y cuando volvieron los equipos vino lo mejor: un recibimiento como nunca se había visto antes a esa altura del partido.
Miles, millones de cintas volando hacia el campo de juego para recibir al equipo de Ramón. Y si bien los bosteros empezaron a atacar un poco más, les estábamos dando un paseo bárbaro. La lluvia era cada vez más intensa y el aliento más fuerte. Y agarró la pelota Rojas, luciendo una camiseta con la publicidad de Budweiser, que recién se estrenaba y parecía hecha a mano.
Se gambeteó a uno que le tiró a matar y se la pasó al Cabezón, que se la dio al Burrito . Ortega, rápido, se la devolvió al misionero, que ya estaba en la puerta del área. Y el tipo se transformó en el Enzo, desparramó a otro y le picó la pelota al arquero con una habilidad que no sé de dónde le salió.
Todavía tengo grabada en la cabeza, como si fuera hoy, la imagen de la pelota viajando hacia la red, a cien metros mío, en perfecta línea recta. Me recuerdo todo empapado, abrazándome casi en llanto con un melenudo que me hizo jurarle que en el próximo partido nos íbamos a volver a encontrar en este mismo lugar para repetir la cábala.
Encima, casi sin voz de tanto cantar, veíamos que la mitad de la cancha se iba vaciando cuando todavía faltaban varios minutos. Los locales huían avergonzados, con los oídos tapados para no escuchar: “Esta lluvia de mierda no quiere parar, esta lluvia de mierda no quiere parar, los bosteros… que no paran de llorar”.
Por Federico Peretti, fotógrafo de La Página Millonaria.
FOTOS: Recordá aquella tarde a través de estas imágenes espectaculares.
Ilustración de aquella tarde inolvidable en La Bombonera por Federico Raiman, para LPM.
