Dicen por ahí que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En los últimos tiempos perdimos muchas cosas. Yo nunca hubiera pensado que una de las cualidades que tenía River era no haber bajado de categoría nunca, pero ahí me tenías un día, un ateo egresado del Nacional Buenos Aires rezándoles a todos los dioses que encontré en Wikipedia por conservar algo que para mí venía por default con la vida, como el agua que sale de la canilla o el sol o el olor del Riachuelo o la muerte, apelando a cábalas de todo tipo, amatambrado dentro de un sachet de remera y pantalón de los años noventa, muchos kilos y centímetros atrás, secretamente entangado por un calzón que nunca había visto lo que era el amor pero que sí había visto a River campeón de la Libertadores noventa y seis. Desesperado por proteger la vida digna a cualquier costo. Pero ya eran muchas temporadas de no creer en Dios: demasiado tarde. Sufrí muchísimo. Lloré desconsolado durante semanas hasta que entendí -o quise entender- que River iba a seguir siendo el campeón más poderoso de la historia y que tal vez estábamos tomando impulso y nada más. Ese año fue el más largo de mi vida, de todas maneras. Las cargadas ajenas ya no me interesaban sólo porque sabía que no podía defenderme de ellas, que tenían que gastarnos y que no quedaba otra. Incluso llegué a pensar que Boca no había explotado muy bien el operativo burla como sí hizo Racing con Independiente, que nosotros lo habríamos hecho muchísimo mejor y más doloroso.
Estuve muy enojado, también. Con River, con Passarella principalmente, con Aguilar, con todos los técnicos que colaboraron con el ocaso, con varios de nuestros hinchas que desde el aguante enajenado creo que fueron sin querer cómplices del desarme, con los jugadores, con Almeyda y su fenómeno: la gente agradeciéndole ad eternum a un hombre que debería estar agradecido a ellos y al club, un tipo que no sólo fue el capitán del equipo que bajó de categoría (y borrándose en la Promoción y en la Bombonera, donde paradójicamente para muchos sumó varios puntos en su carrera hacia la santificación) sino a quien River le dio la posibilidad de volver al fútbol cerca de sus cuarenta años, ya retirado y completamente afuera del business, y de lanzar una carrera como entrenador que probablemente no hubiera sido ningún suceso de no contar con ese trampolín. Estaba enojado con todos, me parecía que a nadie le importaba mucho lo que nos pasaba a los que queríamos de verdad al club. Los jugadores pasan, los que quedamos somos los que sufrimos.
Así como estuve enojado con Almeyda, con quien aún no me termino de reconciliar históricamente (estuvo cerca de no ascender a River con un plantel inmensamente superior en jerarquía al que tiene, por caso, Gallardo; echó a Cavenaghi y a Domínguez por la puerta de atrás para armar un equipo rápido en el cual jugara el Chino Luna; su equipo nunca jugó a nada y, como para seguir pegándonos abajo, aspiró a llegar a 30 puntos como principal objetivo sentado en el banco de suplentes de River), también estuve enojado con el resto de los futbolistas que integraron ese último equipo. Más que enojado, sentía que debía haber una limpieza total porque ya estaban mal aspectados para seguir en el club, que nunca íbamos a ser felices así quedara uno de ellos en el equipo. Se fueron yendo todos. Salvo uno.
Casi sin darme cuenta, Maidana siempre había estado ahí. Y en un principio casi que no me interesaba que jugara bien: lo quería afuera por una cuestión orgánica, porque quería tapar esa parte de mi vida, porque verlo ahí me recordaba a Eso. Pero Maidana se fue quedando y lentamente ya no me importaba. Y después empecé a valorarlo. Y a aplaudirlo. Empecé a conocerlo, también. Un pibe con un perfil bajísimo, muy humilde, que está bien parado y que encontró un lugar en el que es feliz. Ofertas para irse no le faltaron, créanme que no. Encontré a un tipo agradecido. Porque además de estar cómodo en River, Maidana está todavía entre nosotros porque es agradecido al club, que lo ayudó mucho y en silencio. En silencio también nos ayudó a todos. En silencio me empecé a acostumbrar a verlo ahí, bancando cualquier parada. En silencio me acostumbré y empecé a quererlo sin darme cuenta, al punto que hoy no me imagino la vida sin Maidana de dos. En silencio grité su gol en el Mineirao, en el mejor partido que vi en mi vida. En silencio apuntaló a Funes Mori, en silencio levantó siete copas, una por cada dos o tres cicatrices en su cabeza calva, ese soporte en el que se tatúa los éxitos, un mapa de su carrera. Todo fue en silencio, hasta este domingo, en el que celebro que todo el Monumental vaya a ovacionarlo para siempre: ojalá no lo perdamos nunca, pero por suerte nos acordamos de valorarlo a tiempo.
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