“Estamos enfermos, perdónennos”. La bandera colgada en Dotombori, Osaka, en el inolvidable banderazo del 15/12 podría sintetizar un poco todo esto. Perdón, Japón. Perdón por tanto escándalo en las calles aplastando el silencio cultural, perdón por las botellas de cocacó cortadas que terminaron en el piso, perdón por todos los puentes que temblaron, por algunos viajes en subte que no pudieron llegar a destino, perdón por desestabilizar tantas costumbres. Estamos enfermos, perdónennos. Perdón por desabastecer los estadios de brebajes espirituosos. Es que no estamos acostumbrados.
El semáforo para el cruce peatonal de una calle cualquiera en Japón está en rojo. Una chica llega a la esquina y se detiene. Mira a la derecha, mira a la izquierda. Nada. No va a pasar ningún auto: los dos horizontes lo verifican. A por lo menos un par de kilómetros por lado, no se ven coches. Es la calle menos transitada que uno pueda imaginar. Pero el semáforo está en rojo. Y la chica espera. Y pasan los segundos, uno a uno, tic, tac, tic y más tac. Es desesperante. No va a venir nadie, nena. Nadie. Tic. Tac. Finalmente el semáforo se pone en verde y ella avanza, con su mochilita, sin apuro. Para mí, que sólo la observaba atónito, fue un alivio. Fue salir a flote después de aguantar la respiración dos minutos bajo el agua. Esa chica es Japón. Perdón por cruzar directamente entre los autos, cantando, cantándoles a ustedes, para que nos vean, para que nos recuerden. El hincha de River aquí en Japón tiene una responsabilidad muy seria, que es la de representar a millones que están al otro lado del mundo. Y sean miles, cientos o tal vez un solo tipo, sienten que deben hacerse notar, hacerlo por los que no llegaron, hablarles a los ponjas de River Plate, el soccer team más grande de la Argentina, llevar banderas, camperones del CARP, cantar. De alguna manera, ellos también están jugando. Y los japoneses, efectivamente, lo notan: perdón por esta invasión alienígena.
Un amigo me propuso hacer un experimento: en cada ciudad a la que vamos, esperamos treinta segundos en una esquina -como la japonesita al semáforo en la calle cualquiera-, a ver si aparece algún tipo con indumentaria de River. No falló en Tokio, en Osaka, en Hiroshima, en Miyajima, en Kyoto ni en Yokohama. Es, literalmente, una invasión. Siempre aparece uno, en cualquier lado. Es el viaje de egresados más grande de la historia. Es más que eso. Es amor. Es el amor el que los hizo hipotecar sus vidas por este sueño. Porque eso es: literalmente, un sueño. Tal vez ni siquiera sea real: River está a punto de jugar la final del mundo contra el mejor equipo de fútbol de todos los tiempos. La realidad, a veces, supera a la ficción. Es una quimera. Es, exactamente ése, uno de los tres deseos que absolutamente todos los hinchas de fútbol, de cualquier equipo, le pedirían al genio de la lámpara si existiera. Es un cliché, de tan imposible: “¿Qué preferís: ochocientos millones de dólares o ganarle la final del mundo al Barcelona de Messi en Japón?”, la cantidad de veces que los futboleros habrán hecho esa pregunta ridícula, de fantasía, sabiendo que ninguna de las dos cosas iban a ocurrir. Bueno, el domingo en Yokohama habrá casi veinte mil hinchas que resignaron los ochocientos millones de dólares. Nos van a tener que disculpar.
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