Me topé en las redes sociales con un video de Madrid que me resultó inédito, y suele pasarme todo el tiempo. Parece que las imágenes de aquel 9 de diciembre se van reinventando y son interminables a medida que sigue transcurriendo el tiempo, y me resulta algo totalmente maravilloso que eso suceda. Y ahí volví a descubrir que existe un ser humano capaz de trasmitir tanta paz como ninguno, inclusive en el medio de las revoluciones sentimentales más grandes reflejadas en goles que se han vivido en la historia de River.

Porque mientras todos corríamos como locos detrás del Pity y se nos salía el corazón por la boca, él caminaba con la tranquilidad del que pasea un fin de semana por un shopping con la familia mientras chusmea vidrieras. A esa velocidad. Con ese ritmo cardíaco digno de un elegido del cielo que estuvo iluminado a dirigir dos finales de América y encima ganarlas.

Y unos días más atrás en la Bombonera pasaba algo similar con este señor. Porque mientras todos nos agarrábamos la cabeza incrédulos de felicidad cuando Pratto revoloteaba por el césped del vecino festejabando un gol sacando del medio, él estaba más serio y concentrado que nunca antes, metiendo un puñito apretado como máximo festejo, mientras la cara seguía transformada de seriedad y acomodaba con indicaciones interminables a su tropa para que no se desorienten.

Simplemente Matías Biscay. El hombre de las mil y un armonías y sosiegos. O el inseparable "Willy" para el Muñeco, que es el apodo que comparten en la intimidad. Todo gran DT necesita un gran ladero para no dejar de crecer, y por suerte River tiene una dupla que se potencia y se complementa como tal.