Hoy se trata de hacer memoria. Todo está clavado en ella. En las escuelas se hará este ejercicio, el de las tres “R”. Recordar para no Repetir y Resignificar. Los más chicos sabrán que un 24 de Marzo de 1976 las fuerzas armadas, en su conjunto lideradas por un grupo de asesinos, impusieron el terrorismo de Estado en la República Argentina. Aquellos que cuentan con algunos años menos podrán aprenderlo para que no se repita “Nunca Más” y todos deberemos resignificar el valor de la democracia.
El fútbol como expresión cultural y River como institución social y deportiva no pueden estar ajenos a esta conmemoración. La historia necesita de todos sus actores para ser recreada. De manera imparcial, justa, sin manipulaciones. Y valerse del fútbol es también apropiarse de una herramienta indispensable para poder poner bajo la lupa los valores y la ética de una época cargada de oscurantismo. Claro que hubo un antes y un después, ese que estamos construyendo, que tanto nos cuesta en lo que al alma colectiva de los argentinos se refiere.
El golpe del 76 llegó inmediatamente después del bicampeonato logrado por River en el 75. Aquel doblete del equipo de Angelito fue una satisfacción inmensa, casi incomparable para el pueblo millonario. Pero, además, el equipo del Metro especialmente fue un deleite para los ojos. Habían pasado casi 18 años sin títulos y en un año se logró la doble coronación.
Quien esto escribe se propone, sin grandes pretensiones, contrastar a grandes rasgos estilos y modelos futbolísticos entre tiempos de democracia y dictaduras. Para comenzar, bien vale recordar lo que había acontecido antes del 75. River venía arañando títulos desde más de una década atrás, casi siempre sin traicionar la estética y el valor artístico. Quizá la etapa más romántica la vivió con la llegada de Didí, un brasileño que imprimió la idea del “jogo bonito” y generó una verdadera revolución. No era casualidad. El fútbol, por aquellos años de imaginación y sueños, de utopías de cambiar el mundo, reflejaba un espíritu de libertad y rebeldía incomparables.
Los íconos de aquel lustro 70/75 pueden haber sido el Brasil del 70 en México, los Tulipanes holandeses de Cruyff y, en la Argentina, la aparición de un joven alto, flaco como un Quijote, llamado Menotti, que sacó campeón a Huracán dando cátedra.
El River de Didí tuvo en el toque su marca registrada. Fue la simiente de un mediocampo histórico: Juan José López, Mostaza Merlo y Alonso. Labruna llegaría en el 75 y llenaría de sabios aquella base del semillero. Para enriquecer a ese plantel contaría con la maestría de Passarella, un joven “chacarero” de Chacabuco, y al inalcanzable Roberto Perfumo. Armó la dupla central más aguerrida de todos los tiempos, que además contaba a sus espaldas con quien -junto a Amadeo Carrizo- fue considerado el mejor arquero de la historia: El “Pato” Fillol.
Los años del flequillo, el pelo largo, los pantalones campana, el desacartonamiento y los ideales de toda una generación se veían reflejados en esos grandes equipos. El 76, en la Argentina marcó un antes y un después en lo político, pero también en los esquemas tácticos. Las políticas conservadoras también entraron a la cancha. Así se armó el Boca de Lorenzo, un equipo contragolpeador, sospechado y duro. Ganó el “bi” de ese año y conquistó la Libertadores en el siguiente. Mientras tanto, River siguió cosechando éxitos hasta 1981, aunque ya su lirismo había dado paso a un esquema más práctico, donde apareció el cuarto Mosquetero, el Nene Comisso. Un volante que se desdoblaba en ataque y defensa, cabeceaba muy bien, pero que lejos estaba de aquel fútbol lujoso, ancho y profundo.
Entre las “desapariciones”, también existió la de los wines como Pinino, Pedro González u Ortiz (el último mohicano). Menotti resistió desde la Selección a la que jerarquizó con la mayoría de jugadores integrantes de planteles nacionales. Y si bien seguirá siendo materia de debate su funcionalidad o no al régimen militar, el primer campeonato del mundo logrado por Argentina quedó en manos del mejor equipo. En el 79, con todo el semillero de los años previos al Proceso, se armó una selección juvenil de otra galaxia, donde Ramón Díaz y Maradona conformaron una dupla admirable.
Del 81 al 84, River padeció una de las épocas más negras en cuanta a calidad y rendimiento. Estuvo cerca del descenso y fue ni más ni menos que otro subproducto de la decadencia del fútbol arte. La selección derrapó en España. Fue casi vencida en el medio de una guerra inverosímil que soñó ganar en una “noche de copas” el General Galtieri. No siempre son lineales los valores culturales con los políticos. Pero en general son homologables. De un fútbol abierto, más audaz y ofensivo, se volvió a un fútbol más mezquino y muchas veces tramposo. Como aquel de la dictadura de Onganía y el Estudiantes de Zubeldía, o el de la globalización que tuvo en Bilardo a su alma mater.
Los nuevos paradigmas del éxito y el resultadismo a cualquier precio se volvían a imponer. Por suerte, River siempre fue foco de resistencia. Llegó Enzo, surgieron Caniggia, Troglio y Gorosito. Y luego, todos los próceres de la época de Ramón, héroes de fines de los 90, cuando la cultura del “todo vale” comenzaba a desgranarse. Hoy estamos en presencia del Barcelona de Guardiola, que hace honor a los nuevos vientos. La debacle del poder económico de los dueños del sistema ha traído aparejado transformaciones en los patrones culturales. La pelota y el sujeto vuelven a ser los actores más importantes con Messi y compañía. Gracias a Dios, River jamás perdió “La Memoria” e hizo un culto a los viejos amores que ya no están. Ahí anda hoy recurriendo de nuevo a ella. Con Carrizo, Lamela, Lanzini y Pereyra como estandartes. Y ese símbolo que es Almeyda. Esa espina de la vida y de la historia, que viene a decirles que la única batalla que se pierde es la que no se da. Y que jueguen soñando en ser “libres como el viento”.



