A Ariel:

Hay una foto que envidié silenciosamente durante años en la década del noventa. Era de mi prima Ludmila con Enzo Francescoli. La tenía en un marquito rosa, con algunos corazones que había agregado ella. Enzo estaba con una campera de jean, bien de la época, sonrisa de galán y anteojos negros de Terminator, lo recuerdo perfectamente. Mis primas iban al Liceo Francés y los hijos de Enzo también, a otro año. Entonces la foto no era sólo un encuentro de ocasión: mis primas veían regularmente a ese superhéroe a la salida del cole, yendo a buscar a sus nenes. La foto implicaba que ellas tenían un sólo grado de separación con mi ídolo.

Yo sólo lo veía en la cancha, a lo lejos, como decenas de miles de personas. Una vez fui con mi viejo a la tribuna de El Equipo de Primera, esa mesa de notables que llevaba adelante magistralmente Fernando Niembro y de la cual formaban parte Maradona, Veira, Burruchaga, Mac Allister, el Turu Flores, Ruggeri y Enzo Francescoli, que esa noche no tuvo una participación presencial en el programa sino que salió vía satélite por una pantallita de tevé mientras concentraba para la final de la Supercopa contra el San Pablo. Pensé que era mi oportunidad de tenerlo más cerca, incluso de pedirle un autógrafo, cumplir un sueño, pero no: Enzo seguía ahí, dentro de una caja de televisión, como siempre.

Después de Ortega, siempre estuvo ahí. Arriba, idealizado. “Cuidado al colgarlo, porque empieza a tirar paredes”, decía mi poster favorito del Príncipe, que estaba pegado con cinta scotch en una ubicación central de una de las paredes de la habitación de lo de mis viejos que estaba tapizada con fotos suyas: no se veía el blanco de la pintura. Toda una pared entera revestida con afiches y recortes de Enzo. Enzo en River en la década del ochenta bajando una pelota ante la mirada de Ruggeri en un entrenamiento. Enzo levantando la Copa Libertadores. Enzo en Montevideo Wanderers. Enzo gritando con furia el gol de Celso Ayala a Boca. Enzo jugando para Uruguay la Copa América de 1995. Enzo bajo la lluvia, mirando el cielo. Enzo en todos lados.

Ayer jugué un partido de fútbol contra Enzo y Gallardo (el Muñeco era ídolo de pibe, pero no a ese nivel. Si hoy tuviera esa edad, entiendo que sería lo máximo, como fue para mí Ramón en su momento). Me sacaron una foto con ellos y la subí a Twitter e Instagram. Los comentarios de la gente fueron todos en el mismo tono: qué envidia que te tengo, hijo de puta, estás cumpliendo el sueño de todos nosotros, debés estar en el cielo. Y lo que siento en momentos así es extraño. Siento que no lo disfruto como debería, que cualquiera de los tipos que me mandan esos mensajes merecen vivir algo así más que yo. No es falsa modestia, es la profesión.

Y es que muchísima gente también me escribió mensajes del estilo: “Veo esto y quiero estudiar periodismo”, “tenés el mejor trabajo del mundo”, “doy cualquier cosa por tener tu laburo”. Y, humildemente, yo les recomiendo que no lo intenten en sus casas. Primero, porque el periodismo muchas veces no es un mundo muy agradable, porque está mal pago, porque el gremio de prensa cierra las peores paritarias del país, porque los medios se aprovechan de todos esos pibes que sueñan con entrevistar a estas leyendas y los explotan, les pagan dos pesos y juegan con tu orgullo, con que te la banques porque, bueno, estás jugando en Primera, estás saliendo al aire en el canal más visto, en la radio más escuchada o en el diario más leído, y si en algún momento pedís que te empiecen a garpar te explican que bueno, no se puede, y que si no te gusta tenés la libertad de irte porque hay una pila de ochocientos mil currículums en espera, de pibes como vos, que harían tu mismo trabajo gratis. Yo tuve suerte, mucha, más allá de una muy buena formación en el Colegio Nacional de Buenos Aires, que seguramente ayudó. Pero tuve suerte: los caminos del periodismo no te van a llevar siempre a esto, a cubrir al club del que sos hincha, a charlar y conocer en la intimidad a los grandes, a que te paguen por ir a ver a River, por viajar con el plantel, que yo digo que es como que me paguen por comer un asado con mis amigos. Pero esencialmente no recomiendo que lo hagan porque ahí es cuando se rompe el hechizo, cuando convivís con Gallardo, con Francescoli, con los jugadores de la Primera de River. Acá es cuando los ves hechos de carne, de agua y de huesos, que aparentemente tienen dos ojos y hasta dos orejas. Acá es cuando ves que tienen los mismos problemas que vos, que a la mañana tienen mal humor, que a la noche están más tranquilos, que joden con temas banales como en cualquier ronda de amigos. Y la magia se rompe.

Porque necesitás preguntarles cosas en off para escribir para el diario, porque los tenés que entrevistar, porque les tenés que hacer preguntas muchas veces incómodas, porque hasta tenés que discutir con ellos porque no les gustó tal o cual cosa que escribiste o dijiste al aire. Es medio una cagada eso, verlos al desnudo, en hachedé, con las ojeras y las patas de gallo más nítidas. Por eso la sensación fue rara: ya es la tercera vez que juego contra Gallardo y compañía, y la primera que enfrento a Enzo (que, dicho sea de paso, nos pegó un baile imposible). Y lo tomé con una naturalidad un poco triste. Y es que al Muñeco lo veo casi todos los días desde hace años, porque acá en Estados Unidos vivimos en el mismo hotel, nos saludamos cada vez que nos vemos, nos quedamos charlando después de hora sobre fútbol y sobre la vida: y ya lo admiro desde otro lado. Y con Enzo estoy acá desde hace dos semanas, lo veo todos los días en el lobby, lo entrevisté para la radio, también lo junté con Enzo Pérez para el diario, me fumé un pucho con él en la entrada del hotel, le pregunté sobre su pasión por el golf, jugué al fútbol. Y es más: lo estoy viendo en estos momentos mientras escribo esta nota, sentado al lado mío, saliendo al aire en un móvil de televisión.

Entonces no, muchachos: no estudien periodismo si el objetivo es jugarse un picadito con Gallardo o tomarse una Coca Cola con Enzo. Porque difícilmente logren hacerlo y, sobre todo, porque ya no será igual, no lo van a disfrutar como lo disfrutarían ahora mismo imaginando la situación.

Cuando se cumplieron diez años de mi egreso del colegio primario, en 2009, nos convocaron a todos los alumnos y nos hicieron leer una carta. Una carta que cada uno había escrito en esos años noventa, en la que yo le hablaba al Ariel del futuro, de lo que quisiera que fuera de adulto. Y ese pequeño Ariel le dijo al otro, al más grande, que se lo imaginaba siendo periodista y con barba. Dos plenos metió.

Y ayer pensaba: si yo pudiera comunicarme con ese Ariel ahora, con ese pibe fanático de River, fanático de estos superhombres que brillaban en la cancha y en mi habitación, a los que nunca pudo ver personalmente, el que fracasó en todos sus intentos por un saludo o una foto o un autógrafo, si pudiera hablarle de esto, de que estoy acá con ellos, que hasta tuve que marcarlos en un partido de fútbol y que después me saqué una foto, el pibe se pondría a llorar de la emoción, no me creería un carajo.

En algún punto, siento que le cumplí el sueño de su vida y me emociono yo también, a la distancia. Esto es para vos.

(Ilustración: @cienperros)

+ FOTOS MONUMENTALES: Un relato único. Un protagonista formidable, Enzo Francescoli.

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