Estaba en el diario un sábado a la noche, otro sábado a la noche: San Lorenzo-All Boys. Mientras toda mi generación se preparaba para la joda, mientras las minas elegían qué ponerse y los pibes compraban el escabio, yo estaba escribiendo un texto sobre Matos, creo. Ya se habían hecho como las doce y media de la noite, típico horario de cierre de un diario deportivo un fin de semana. Había cenado dos empanadas. Dos: ni siquiera tres, Brandoni. De jamón y queso, pero esas empanadas de jamón y queso que deberían llamarse de aire acompañado por una película de jamón y dos pedacitos de queso que, derretidos, forman otra lámina estampada a las paredes interiores de la tapa. En el medio, aire. Una especie de globo tapizado de jota cu. Ni un repulgue con onda tenían, las hijas de puta. Era tardísimo y al otro día me tenía que despertar a las siete de la mañana. Pero me iba a despertar contento: jugaba la final del torneo de ex alumnos del CNBA. Ese año volvíamos al campeonato, nos habíamos reunido con todos mis amigos de la Octava, mi división, algo que era una especie de milagro porque ni los planetas tardan tanto en alinearse. Pero ahí estábamos, jugando otra vez todos juntos, y jugando bien. Yo era el líbero. Nos lo tomábamos muy en serio: durante la semana previa a cada partido, cataratas de mails grupales con opiniones diversas: el equipo debería pararse así, los rivales tienen a Juancito que era compañero de mi hermana, una vez lo vi jugar, la mueve bien, hay que pegarle dos patadas de entrada, etcétera. Recuerdo que antes de esa final alguien mandó al grupo el video de Al Pacino dando la charla previa, inch by inch, en Un domingo cualquiera, el mismo fragmento que Simeone les había mostrado a los jugadores de Estudiantes antes de golear siete a cero a Gimnasia. Estábamos muy motivados. Y yo, apenas seis horas y media antes de que sonara la alarma me estaba yendo del diario. Iba a ir a dormir con mi novia a mi casa. Unos minutos antes de salir de Clarín, me escribe: “¿Podés venir vos a mi casa? Tenemos que hablar”. Una trompada de Godzilla me habría dolido menos. Yo estaba enamorado y todo marchaba muy bien, alguna peleíta protocolar de vez en cuando, cómo no, pero esa noche ella me dejó. Entrada de edificio. Yo llorando, ella también. Pero ella lloraba por verme llorar y yo lloraba porque me habían dejado. Es infinitamente peor ser dejado que dejar a alguien, básicamente porque hay uno que decide y otro que no: nunca me había pasado. O sí. Los hinchas de fútbol estamos acostumbrados a eso, pienso, a ser dejados. Sobre todo en Argentina: a ser dejados cuando más enamorados estamos de un jugador de fútbol.

Lloré toda la noche. Estuve sentado en ese escaloncito hasta las cuatro de la mañana hasta que decidí impostar una faceta orgullosa e irme, caminando de Palermo a Almagro. Llegué a las cinco a eme a casa, no pude dormir, y fui a jugar la final. Por qué no me dejás mañana y no a un par de horas de la final, pensé pero no le había dicho. Llegué al campo de deportes como pude, traté de olvidarme por un rato. Iba a ser muy difícil. No les dije nada a mis amigos para no desconcentrarlos. Empieza el partido. Cinco minutos: viene un pelotazo largo, que en el campito mitad tierra y piedras y mitad hierba del campo de deportes era la jugada más difícil para un líbero si la pelota picaba. Picó. Se me vino uno de ellos encima. Bajé la pelota con el hombro, y lo voy a sostener toda la vida. El árbitro vio mano. Me echó. “Por último hombre”. Juez, la concha de tu madre, le dije y me fui a un costado y me largué a llorar desconsolado. Un par de amigos que estaban en el banco vinieron a consolarme pero no me podían parar: no sabían de mi noche. Perdimos 6 a 2 esa final y yo estoy convencido de que fue por mi culpa. Me volví a casa, pero el día no terminaba: un rato después me iba para el Monumental a trabajar: tenía que cubrir River-Atlético Tucumán. Ya saben en qué divisional. Perdimos, perdimos feo, volvió Adalberto Román, jugó un tiempo, desastre, un drama, todo era un drama, yo no había dormido. Después del partido me mandaron a hacer el vestuario de los tucumanos, a preguntarle a la Pulguita Rodríguez por cómo nos había ganado, por no decir cogido. De ahí volví al diario a escribir lo que me dijo la Pulguita sobre cómo nos habían ganado, por no decir cogido. Volví a casa tipo once de la noche. Dejado por mi novia, subcampeón por mi culpa, en la be, después de perder con unos tucumanos, después de impostar preguntas para los tucumanos y escribir sobre los tucumanos. Era una pesadilla.

Empecé a odiar a mi ex novia, como corresponde: le eché la culpa de todo lo que había pasado, incluso del descenso. Estaba despechado, creo, tal vez, quién te dice. Así me mantuve unos meses, llegué a hacer el duelo, hasta que un día me llamó a las cinco de la mañana para decirme, borracha, que me extrañaba. Me ilusioné con volver a los dos segundos: dos, no uno, pero sí dos. Nos vimos al otro día. Dormimos juntos y cuando se despertó me dijo que tenía un dolor en el pecho, que no sabía lo que era, pero que por suerte esa tarde tenía psicóloga y podía hablar del tema. Se fue. A la noche me llamó: había hablado con la psicóloga, la hija de puta de la psicóloga, y se convenció de que no, que todavía no estaba lista para volver conmigo. Me enojé mucho, me sentí uno de esos bichos de laboratorio que usan para hacer experimentos, a ver cómo reacciona su corazón si súbitamente su ex le dice de volver y lo deja de nuevo, tal vez muera de un infarto o tal vez no, qui lo ça, será un aporte valioso a la ciencia. Me enojé, lógicamente, más que antes. Otra vez al bando del odio. Tiempo después, el mismo llamado. Ahora sí estaba lista, juró. Esta vez la pensé tres segundos en vez de dos. Soy un idiota, supe, pero qué me importa. Volvimos. Y un día, pasado un tiempo, se volvió a ir.

D’Alessandro siempre me recordó a esa ex novia. El que esté libre de haber puteado cuando fue a San Lorenzo y no a River, cuando fue a Inter y no a River, cuando renovó con Inter y no fue a River, cuando renovó con Inter y no fue a River y cuando renovó con Inter y no fue a River, que tire la primera piedra. El que no se ilusionó en vano mil veces con declaraciones sacadas de contexto, con intentos tribuneros de -por suerte- viejas dirigencias de River, que tire la segunda. Y que tire la tercera el que no se haya disfrazado de tachero nunca jamás para cantar los greatest hits “son todos mercenarios, sólo les importa la guita guita guita” o “acá te matamos el hambre, no seas desagradecido”. Pero el tipo juega hermoso, qué se le va a hacer, y el tipo es pasional como nosotros, y eso cuando lo tenés de tu lado te encanta y cuando está del otro te genera más odio. Y ahora vuelve a estar de nuestro lado y a mí se me sale el corazón por la boca.

undefined

+ #ObrigadoDalessandro: La despedida histórica en Brasil.

+ El acuerdo con el Cabezón.

+ Ranking: Los mejores goles de D’Alessandro en River.