El martes pasado diluviaba, pero mal. A la del martes pasado a mí me gusta llamarla “la lluvia máxima”, porque siento no puede caer más agua que eso, un conjunto de millones de persianas de agua, o un enjambre infinito, una de plaga de gotas, pero de esas gotas que vienen de comerse ocho asados cada una en las nubes de lo gordas que están. Me había despertado la alarma a las ocho, después a las ocho y cinco y a las ocho y diez y a las ocho y cuarto y a las ocho y veinte, me pegué una ducha, pasó un remís del diario por casa y me llevó a Ezeiza. Llegué al predio de River, entré encapuchado bajo el chubasco y me crucé a una persona de camperita negra de algodón, también con capucha, que ya iba de salida, mirando el piso, amagando charcos. Nos cruzamos, él levantó la cabeza, me miró, y sin reconocerme me dijo buen día. “Hola, Ariel”. Era Ariel Ortega.

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Hola, Ariel, fue todo lo que pude responder. Ortega es mi ídolo, una de las personas que más quiero en la vida, un superhéroe, pero siempre que lo veo cerca me pasa lo mismo: hola, Ariel. Me cohíbo, todo tímido, no puedo decirle ni una palabra más que hola y, eventualmente, Ariel. Es con la única persona en el mundo con la que me ocurre. Nunca le pedí una foto, nunca le pedí un autógrafo, nunca nada. Tengo una camiseta firmada por él, pero tampoco fue a pedido mío. El Topo López tenía que hacerle una nota por el aniversario de su debut en Primera y un día antes se me acercó en la redacción y me requirió: “Ari, vos que sos hincha, ¿tenés una camiseta de River de la época de Sanyo para usar en la producción?”. Se la di y unos días más tarde me la devolvió firmada sin que yo le hubiera dicho nada. Gracias, Topo, acá te extrañamos todos los días.

Hola, Ariel. En ese saludo pacato iban tantas cosas de las que no tenés idea, chango. Alguna vez lo conté, pero Ortega me salvó de una infancia compleja. No era fácil llamarse Ariel en los años noventa: a un hijo de remil putas se le ocurrió que la Sirenita debía llamarse como me llamo yo sin saber del daño que podía ocasionarle a toda una generación de Arieles en los pabellones infantiles: un pescado con tetas con nombre de macho alfa, la puta que los parió. Y los niños son un poco crueles a veces. “¿Te llamás Ariel? ¿Como la Sirenita? ¡Es nombre de mujer!” o “Es una nena, es una nena, es una nena” eran los greatest hits que retumbaban en mi ego ya atado con alambre por default. Sí, como la Sirenita, pero como el Burrito también. Ése era mi antídoto, mi retruco con Ortega de ancho de espadas, siempre listo para rescatarme: Batman era jujeño. Ahora que lo pienso, además de mi familia, Ortega debe ser la única persona del mundo a la que amo desde bien niño hasta estos días. Un sentimiento que nunca menguó, que no tuvo balanceos: un sentimiento indiscutible. ¿Cuántos de ésos, me pregunto, puede haber en la vida?

Sin saberlo, Ortega me salvaba todos los domingos en la cancha. Es mi jugador favorito desde que tengo uso de la razón, desde que sé algo de fútbol, pero desde mucho antes también: a los seis, siete años uno no entendía demasiado sobre nada, pero sí podía entender que ese jujeño era una fiesta, que agarraba la pelota y por algo todo el Monumental se ponía de pie, que enganchaba una vez y se venía abajo la tribuna. Y podía entender por qué se venía abajo, porque había algo sobrenatural en él, porque el chabón iba con la pelota atada a toda velocidad y de repente. Tuc. Se frenaba. Y se frenaba sólo él: el resto, las miradas incluidas, seguía de largo como un colectivo de línea a la salida de un recital de los Rolling Stones en River, como el rodillo de una máquina de escribir cuando mi viejo terminaba un renglón. Limpiaba la cancha de rivales con un solo freno, la despejaba de seres humanos, como con un limpiaparabrisas. Ahora todos los que lo perseguían estaban chamuscados contra un cartel de publicidad, humillados. Visualmente, sin entender un carajo de nada, sabías que lo que pasaba ahí era hermoso, identificabas el arte con una breve noción del orden de lo estético. Y de lo sintético. Un único movimiento era el que descuajeringaba a absolutamente todo un equipo, quebrada de cintura y de Humahuaca. En el marco de la teoría del caos se hizo célebre una especie de proverbio que dice algo así como que el simple aleteo de las alas de una mariposa en Japón puede provocar un tifón en el Caribe, al otro lado del mundo. Cuando Ortega quebraba la cintura podías ver Japón y el Caribe al mismo tiempo en un campito de cien metros por setenta, el aleteo y el desastre que provocó. No es la única teoría científica que refutó. En un laboratorio clandestino de Ledesma se creó ese enganche contra natura y también otro de sus secretos inconcebibles: la vaselina abrupta, imposible. Tic. La pelota no podía subir y bajar así, súbitamente, como si le diera una rebanada al aire después de pasarle por encima a todos los arqueros que vieron sus goles con ojos en la nuca. Era una curva que se le cagaba de risa a la física. Que lo explique el pelotudo de Newton si tiene huevos: ya se lo pedí una vez y sigue sin responderme. Cómo es posible que el changuito ése la pinchara pisando el área chica (¡pisando el área chica, tarado!) y la bola pasara muy por arriba de un arquero erguido como Ariel Rocha, el uno de Ferro, y bajara lo suficientemente rápido como para meterse en el arco. Justo ahora se cumplieron diez años de ese día en que se la picó a Saja bajo un diluvio parecido al del martes pasado: esas dos parábolas juntas. La que hizo la pelota y la del amor eterno, hasta el final de nuestras vidas, como dijo alguien. Tal vez haya sido el momento más empático de todos, su propio gol a los ingleses en el ochenta y seis. Las gotas de lluvia camufladas por el llanto de emoción de decenas de miles de personas, la verdadera tormenta allí. El relato de Costa Febre a lo Víctor Hugo, cada palabra clavada en el ángulo de la identidad riverplatense y del sentimiento por Ortega, que son lo mismo. El contexto tan cargado, de tantos capítulos de amor, de tantas idas pero siempre vueltas, un poco de barro porque nunca nada fue fácil, ese abrazo con Passarella, el tipo al que amó y odió como lo que es el Burrito: un niño, el extraterrestre más humano del universo, que tiene problemas como todos, con errores y genialidades, pero que en el fondo siempre quiso una sola cosa. Jugar a la pelota.

Por eso es mi favorito. Porque es un niño, con lo puro que eso significa, con los berrinches y las reacciones infantiles y las ganas de jugar siempre. Un niño de medias bajas con la camiseta rebasándole los puños, que terminó en el cuerpo de un adulto intentando a los 38 años hacer lo mismo que a los 20 aunque el físico le jugara en contra. Pocas veces me puse tan triste en una cancha y en la vida como cuando me di cuenta de que Ortega no podía amagar como antes y cuando, en realidad, me di cuenta de que él se daba cuenta. Cuando notaba que él lloraba porque no podía jugar como a su niño interior le gustaba jugar. Los futbolistas habilidosos suelen cambiar el estilo con el paso del tiempo, acaso se paran un poco más atrás en la cancha, ya no intentan driblear, sacarse dos tipos de encima, se dedican al pase corto y largo, a pegar algunos gritos, a ordenar el equipo. Ortega no: él quería seguir enganchando hacia adelante porque nunca dejó de ser un gurí, porque era lo que le gustaba. De alguna manera, tengo que decirlo, me alivió que anunciara su retiro después de un par de temporadas en las que lo noté compungido porque en la cancha, el lugar en el que él siempre había rescatado a los Arieles como yo y como él de los lados pantanosos de la vida, había comprobado lo marchito del envase contrastado con su alma juvenil. La de ese niño que de repente se calentó porque no le dieron un penal y cabeceó a Van der Sar sin importarle el contexto en el que lo hacía ni la dimensión de lo que ello implicaba; ese niño caprichoso que se negó a salir de la cancha desobedeciendo a Ramón: yo no me voy, que salga otro, que yo me estoy divirtiendo y ustedes, no, y un par de minutos después vas a ver cómo hago otro gol de ésos que son errores de la matrix, sin ángulo posible; ese niño que nos gritó un gol jugando para Ñuls, que se lo gritó a Aguilar porque no había puesto la guita. Por eso lo quiero tanto, también: porque nos gritó un gol, porque es un niño y porque tenía bronca, porque él quería jugar en River y no lo dejaban.

El otro día charlaba entre copas con un amigo de la redacción y de la vida, Martín Blotto, y coincidimos casi al unísono en algo: qué ojete haber visto jugar a Ortega. A ese ser irrepetible. A ese tipo tan transparente como estafador dentro de una cancha, por eso de decirte que iba para un lado y zas, se iba para el otro: la habilidad más improbable que vi jamás, la menos humana, sin dudas. Porque vi cracks, eh. Vi en sus esplendores a Messis y a Riquelmes, dos paradigmas de jugador, dos tipologías al fin y al cabo, tal vez los mejores de sus categorías, con las habilidades más desarrolladas. La diferencia de Ortega -que no sé si es mejor o peor que ellos ni me interesa- es que es único en su categoría, o mejor: que él es su propia categoría. O que al menos yo no vi nunca un jugador que hiciera algo parecido a lo que hacía Ortega y sé que no lo voy a ver hasta que me muera. Algunos hablan de Houseman, de Garrincha y de Corbatta. No los vi, pero -perdón- no creo posible que sean de la misma especie. De un tipo de goma, indecible. Que hacía todo tan raro como hermoso naturalmente. Ortega hacía hermosas hasta las patadas que le pegaban. Busqué videos en YouTube y no encontré nada, pero recuerdo esa pose voladora perfectamente de memoria: en el aire con las rodillas dobladas, los pies juntos, los talones apuntando a la cola, las manos arriba y la cabeza levemente inclinada hacia atrás, como un bailarín, para después caer y dar ochocientas vueltas carnero en medio segundo. Por cada una de ellas hay un motivo distinto para amarlo. Y hay muchos más.

Hola, Ariel. Tenía todo esto para decirte. Pero llovía mucho.

+ BURRO: “Sin esta camiseta no hubiese sido lo que soy”.

+ TATUAJE: ¡Hasta el final de nuestras vidas!

+ FOTOS: El inolvidable partido despedida en el Monumental.