El caso de Eder Álvarez Balanta es no menos curioso que triste. Duele. Es el curioso caso de Benjamin Button, el hit de David Fincher que protagoniza Brad Pitt. Un tipo que debuta viejo, experimentado, con roce, como si hubiera jugado quinientos ochenta y ocho mil cuatrocientos cuarenta y cinco millones de partidos en la Primera de River, que ya de entrada, a los dos partidos, con su nivel probado, ya valía trillones de dólares, que ya era ídolo de multitudes, de sesenta mil personas que coreaban su apodo, Neeeegro Neeeegrooo, olé olé olé olé, que jugó un par de veces y ya era un jugador de la selección colombiana y jugó otro par y ya tenía un Mundial encima. Un tipo de porte, que intimidaba: antes de ir a chocar con Eder prefiero chocar contra un tren que va a ocho mil kilómetros por hora, de frente.

Balanta nació viejo, como Benjamin Button, y con el paso del tiempo se fue haciendo joven. El sueño de Mirtha Legrand, que para mí nació vieja y sigue y seguirá siendo vieja. Pero Mirtha, por suerte, no juega en la Primera de River. En el caso del Negro Eder, cada partido que pasa tiene un año menos. Ahora estará por los diez, once años, es un niño: duele decirlo, pero contra Chapecoense en Brasil perdió la marca como si fuera un chiquitín con un dulce en la mano, sin noción de tiempo y espacio, sin temple, sin fuerza, ni salto, ni nada. Balanta, el viejo Balanta, el experimentado Balanta, el que se proyectaba como el mejor central de la historia de la humanidad, el que era impasable y el que hacía goles y el que hasta se mandaba en ataque y tiraba paredes y bicicletas de un Harlem Globetrotter, ese Balanta ya no está más. Involucionó, se hizo joven, niño, con inexperiencia, ignorancia, candidez. Y, la verdad, duele.

Duele mucho por él, porque es un tipo querido, porque es un pibe de oro, un tipo que supera la media del jugador de fútbol (no, gracia a vo y hasta siempre) para expresarse. Un tipo que lee, culto, inofensivo, que nunca se la creyó. Tal vez ahí estuvo parte de su problema, que no se la creyó como, por ejemplo, Funes Mori. Un día Ramón Díaz le dijo que lo iba a sacar goleador: “Ramón, yo no soy Rogelio, soy el defensor”, contestó Ramiro. “Uh, ¡son iguales! No importa, vos también vas a hacer goles, je”, retrucó. Y se la creyó e hizo los goles, más allá de que alguno no debió ser válido porque llegó de un córner que no había sido córner. Y un día Gallardo le dijo que era un crack, que era impasable, y se hizo impasable. Y un día se creyó que podía patear tiros libres y la pidió y la clavó en un ángulo. Y un día le dijeron que era de Selección y ahí lo tenés.

El problema de Balanta, parte del problema, tal vez sea ése: es tan humilde que la humildad le ganó. Es tan buenazo que no sabe cómo ni cuándo meter la patita. El problema de Balanta es la cabeza. No viene al caso (o sí, pero son cosas de las que no estaría bien hablar), pero no la pasó bien Eder. Todo lo contrario. Tuvo problemas personales que lo frenaron, se rodeó de gente que no era tan buena ni tan cristiana como lo es él, se lesionó feo en los momentos en los que no debía lesionarse y vio desde afuera cómo el equipo ganaba absolutamente todo sin él. Por eso hay que apoyarlo, hay que contenerlo. Pero tal vez, sugiero, no exponerlo: lamentablemente, hoy, Balanta no parece estar ni futbolística ni mentalmente apto para jugar. Y duele mucho.

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