Lo dije en este espacio hace un tiempo y lamentablemente lo repito: en River la vereda del agradecimiento es paralela a la de la exigencia. Nunca nadie olvidará lo que hicieron muchos de estos jugadores. Sus nombres ya están en el Museo y van a seguir ahí hasta que se acabe el mundo. Gracias por todo eso. No, gracias no: infinitas gracias. Gracias por haber devuelto a River al lugar que merecía por historia, al lugar de casi siempre.
El River de Gallardo ya es una marca, ya es de bronce. Y probablemente ése sea el principal problema que tiene este equipo hoy: saber que ya quedó en la historia. Mañana Barovero puede comerse cuarenta y dos mil goles de caño, Mercado puede hacerse expulsar tontamente todos los partidos, Maidana puede meter cuatro goles en contra de chilena al ángulo por fecha, Kranevitter puede errar todos los pases que dé de acá hasta que se vaya a España y cuando vuelva también, Mora puede caminar la cancha como si jugara en la quinta de un amigo después de clavarse veinte kilos de asado y ocho tubos de vino y Alario puede decir mil veces que todo bien con River pero que él es hincha de la contra.
En River la vereda del agradecimiento es paralela a la de la exigencia
No importa: hagan lo que hagan, ya quedaron en la historia y el hincha se los va a agradecer siempre. Ése es el quilombo: jugar sabiendo que ya ganaste, que hagas lo que hagas nada va a mover tu nombre de la vitrina. River es un equipo pesado. Y no porque pesen las piernas de cansancio: está pesado de gordo. Está pesado de que no le entra ni un roll más de sushi. Está pesado y, básicamente, no tiene hambre. Y un equipo sin hambre no puede llegar muy lejos, la verdad. La esperanza tal vez sea que lo recuperen en el Mundial de Clubes, que el hambre de gloria tenga algún tipo de ligazón con lo desconocido: “Ya gané el campeonato, ahora quiero la Sudamericana, y ahora la Recopa, y ahora la Libertadores y… Pará, ahora juego de nuevo el campeonato, ni me calienta tanto, y ahora juego de nuevo la Sudamericana, buenísimo, pero ya la gané”. Tal vez sólo se guarde un espacio en el estómago para esa dimensión desconocida que es una eventual final con el Barcelona en Japón. A esta altura: ojalá sea así.
Mucha gente dice que no hay nada como el primer amor, que ahí es la única vez en la vida en la que un hombre está verdaderamente -como se dice- enamorado. Que eso sucede porque todo es nuevo, porque vas improvisando sobre la marcha, a ochocientos kilómetros por hora, porque todo es desconocido, todo adrenalina. Y que después de fracasar sos más pensante, calculador, incluso menos genuino. Que si estás por hacer una escenita de celos por cualquier idiotez la pensás dos veces, porque ya viste antes que perdés más de lo que ganás, que es preferible esperar un poco a proponer cosas bruscas para no asustar a nadie, que sos un estratega porque ya chocaste la Ferrari por ciego y ahora vas a intentar no hacerlo, o de última vas a ponerte el cinturón de seguridad.
A River le pasa algo así: la novedad no existe más hasta que no juegue el Mundial de Clubes: ésa es su única posibilidad de sentir algo parecido al primer amor. Amor, motivación, hambre, sed, como quieras llamarlo. Esperemos que para ese entonces, dentro de apenas un mes, este equipo se haya olvidado de todo lo que logró y no se haya olvidado de cómo logró todo lo que logró. Porque, repetimos: en este club el agradecimiento es Avenida Corrientes y la exigencia es Avenida Santa Fe. Nunca se cruzan. Y si ya no hay hambre, mejor quedar en un buen recuerdo y dejarle el lugar a otros que también quieran ser de bronce como ellos.
+ La palabra del Muñeco luego del partido con Newell’s:
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