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El frontón

Se ha dicho más de una vez, lo han dicho varios protagonistas en primera persona, que para los técnicos de River el tiempo corre de manera diferente. Que después de cada tic no hay un tac sino más; dos o tres o cuatro o cinco tacs que se fueron por un

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Se ha dicho más de una vez, lo han dicho varios protagonistas en primera persona, que para los técnicos de River el tiempo corre de manera diferente. Que después de cada tic no hay un tac sino más; dos o tres o cuatro o cinco tacs que se fueron por una tubería hacia la nada y que ya no podrán reponerse. Que el deté de River envejece a un compás trastornado y trepidante. Parece un aforismo pero tiene rigor científico. Ser técnico de River implica una responsabilidad garrafal que yo no puedo ni imaginar. Es timonear un barco en el que viajan millones de personas, administrar un grupo de veintipico de profesionales calificados con una paleta de personalidades bien heterogénea, el mandato de una historia monumental que se debe legitimar todos los días, es hacer pie en un bisnes tan despiadado como el del fútbol -esa trituradora-, es enfrentar a la crítica cabal o malintencionada de la prensa, es atender a las finanzas sin ser economista, al cuidado del campo de trabajo sin ser ingeniero agrónomo, en algunos casos hasta a la proyección y supervisión de obras de infraestructura sin ser arquitecto. Es cargarse de estrés, en otras palabras. Y el estrés libera en el organismo, leí en Wikipedia por supuesto, una hormona llamada cortisol que desata un incremento de glucosa en la sangre para enviar grandes cantidades de energía a los músculos, un proceso que, de manera sostenida en el tiempo y dicho de manera bestial, marchita el cuerpo precipitadamente.

Ser entrenador de fútbol de Primera debe provocar un envejecimiento prematuro de por sí, pero en River… Después de los últimos días rabiosos y atolondrados como un electrocardiograma que se vivieron en el club, pensaba: en River una semana puede ser equivalente a un año, acaso un puñado de ellos, en cualquier otro equipo. Sale campeón Boca, asaltan, golpean y amenazan a nuestro presidente en la puerta de su casa, horas después muere su madre, operan a Mora y le llueven mensajes de aliento, salta el primer caso de doping de Martínez Quarta, el equipo entra a la Copa Libertadores, se llega a un acuerdo para que vuelva Lux después de más de una década en España y así pelearle el puesto a Batalla, y salta un segundo caso de doping, el de Mayada, y ya nadie empezó a entender nada, qué carajo es esto, y de repente vemos al periodismo del vivo y en directo decir que Driussi también está involucrado y especular, casi asegurar, que además hay otros cuatro jugadores que caen en efecto dominó, como reguero de pólvora, y vemos cómo empiezan a aparecer todo tipo de geniales y estrafalarias teorías conspirativas, y tememos por una eliminación de la Libertadores porque, también nos enteramos en ese momento, el reglamento de Conmebol ampara una sanción para el club, y bueno ahora parece que no son siete casos sino dos, y al otro día Gallardo anuncia que Driussi, el mejor jugador del equipo en el semestre, se va a jugar a un club ruso a cambio de una millonada (y eso despierta más hipótesis) y el doctor Hansing asegura que no sabe qué ocurrió con los complejos vitamínicos que le suministraba al plantel, que hay que investigar, y llega Pinola y casi no queda tiempo para incorporar a un tercer jugador antes del partido con Guaraní, y de repente se cambia la regla y ahora hay más tiempo y más cupos (y eso despierta más conjeturas), y Guaraní se queja y quiere pedir la eliminación de River en base a una especulación periodística, y de repente llega Scocco, y después llega Enzo Pérez (¡Enzo Pérez!) y se presentan los nuevos refuerzos con bombos y platillos, y después se despide Cavenaghi y nos hace llorar un poco y ver jugar a nuestros ídolos de toda la vida juntos, y después el plantel viaja a Paraguay para jugar el partido más importante del semestre, y lo reciben con más acusaciones, y parece que vuelve Vangioni, y D’Onofrio se pelea con el presidente de Guaraní, y los rusos que todavía no pagan por Driussi, ¿y si se arrepienten? ¿Y si lo borraron de la lista de buena fe al pedo, incluso dejando en la nómina a Mora, que no estará disponible por lo que queda del año (más teorías conspirativas)?

Todo eso sucedió en apenas diez días. Mientras tanto Gallardo tuvo que preparar una final en tiempo record. Y lo ganó: lo ganó con autoridad. Y ahora todos nos ilusionamos otra vez.

¿Cómo lo hace? ¿Cómo lo soporta? ¿Cómo mentaliza a un grupo de tipos entre tanto quilombo? ¿Cómo no volvió de Asunción con la cabellera nevada y bolsas subrayando cada ojo? ¿Cómo no envejece? Yo no tengo idea, si hasta me estresé escribiendo esta nota.

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Eso es lo que más admiré siempre de Gallardo: la capacidad para no perder el foco nunca, por nada. No lo hizo jamás a lo largo de todos estos años, de los años intensos, en los que tuvo que sobrellevar la pérdida de su vieja, moderar los festejos de una Copa Libertadores, dos series coperas contra Boca, un ataque químico a sus jugadores, estar ahí nomás de dirigir a su propio hijo, pasar a ser un ídolo indiscutible desde todo punto de vista y para siempre, enfrentar al que acaso haya sido el mejor equipo de la historia del deporte por la final del Mundial de Clubes, más títulos, más finales, más ruido. Tic. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac. Tac. Tic. ¿Cómo no se cansa? ¿Cómo parece no afectarle nada de lo que sucede a su alrededor, como si fuera un frontón? ¿Cómo no tira todo a la mierda? Tal vez ni siquiera él lo sepa. En ese caso, mejor que no lo descubra nunca.

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