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Angelito nuestro que estás en el cielo...

Al cumplirse 30 años del fallecimiento de Ángel Amadeo Labruna su figura pareciera crecer cada vez más, en contraposición a aquello de que el paso del tiempo lo olvida todo. Y no porque los últimos años riverplatenses hayan sido trágicos, sino porq

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Al cumplirse 30 años del fallecimiento de Ángel Amadeo Labruna su figura pareciera crecer cada vez más, en contraposición a aquello de que el paso del tiempo lo olvida todo. Y no porque los últimos años riverplatenses hayan sido trágicos, sino porque su legado perdura de un modo tan especial entre tantos nombres ganadores y momentos de gloria, que resulta placentero evocarlo, incluso esbozando una sonrisa.

Nació el 28 de septiembre de 1918 en Avenida Las Heras 2871. Hijo de Amalia Cavatorta y Ángelo Labruna, de profesión relojero. El pequeño Ángel dio sus primeros pasos laborales como ayudante del padre. Atrás había quedado el triciclo, al que había gastado en un incesante pedaleo que a la larga le daría agilidad, y su disfraz de Pierrot. El hogar paterno sería decisivo en su futuro, con los códigos de complicidad envueltos en numerosos contrastes porque a la vez que don Ángelo no quería que fuera futbolista, la mamá le preparaba la ropa para salir a jugar a la calle.

Fue su propio padre quien lo llevaría al Club Barrio Parque para darle un contexto más seguro, e incluso le conseguiría los primeros botines a cambio de un reloj. En 1928 don Ángelo, socio de River Plate, lo llevó al club para que hiciera gimnasia y así ganara en capacidad torácica.

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El gusto por el deporte se alternaba con el básquet, en categoría Cadetes. También hizo un curso de Constructor, pero faltando dos años lo dejó. Un día de 1932 Antonio Vespucio Liberti lo convenció para que fuera en la sexta de River donde siguiera jugando al fútbol, ingresando a la Cuarta División matutina y luego a la especial como insider derecho, donde lograría dos títulos. Ya no seguiría encestando, ahora sacudiría las redes como le gustaba hacer con la pared del patio de su casa o en las calles del barrio.

La primera aparición con el equipo se produjo el 25 de mayo de 1937 en un amistoso contra Jorge Newbery en Rufino, anotando tres de los ocho goles que River hizo esa vez. Recién cuando tenía 20 años en una visita a Estudiantes de La Plata debutó en Primera junto al peruano Jorge Alcalde. Era el 18 de junio de 1939 y su presencia hacía falta en lugar de José Manuel Moreno, nada menos. Debido a que Moreno no había tenido un buen rendimiento ante Independiente, fue separado del equipo, por lo cual varios jugadores se plegaron a una huelga. El entrenador Emérico Hirschl puso a los juveniles de la Tercera denominados “Los Guerrilleros”, ante Atlanta con la presencia de Ángel Labruna. Cuatro décadas más tarde otra huelga lo marcaría con éxito también.

Los goles no tardaron en llegar. El 15 de octubre hizo de cabeza el último a Atlanta para un 4-2 inobjetable y al cabo del año acumularía siete, uno de ellos por la mañana a Boca Juniors, al cual le haría muchos más, en un triunfal 2-1. La gloria se veía cerca desde el inicio y no tardaría en llegar porque el 26 de octubre de 1941 ante Estudiantes y en La Plata, el mismo rival contra el que debutó, se consagraría campeón por primera vez.

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Integró “La Máquina”, inolvidable delantera junto a Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera y Felix Loustau, en lo que resultó quizá el mejor equipo en la historia del futbol argentino. En 1947 se sumó un juvenil Alfredo Di Stéfano y los lujos se extendieron y años más tarde, en el momento del recambio con “La Maquinita”, se entendió con Santiago Vernazza, Eliseo Prado, el uruguayo Walter Gómez y Loustau.

En 1943 fue el máximo goleador del torneo con 23 tantos y en 1945 repitió con 25. Jugaba de entreala izquierdo, obligando a que Moreno pasara al lado derecho, manejando una variedad interminable de recursos que lo llevarían a ser máximo goleador del fútbol argentino con 293 conquistas junto al paraguayo Arsenio Erico. Los títulos se dieron en racimos: al de 1941 se le sumaron 1942, 1945, 1947, 1952, 1953, y el tricampeonato de 1955, 1956 y 1957. Nueve en total para un récord que sólo superaría Leonardo Astrada, ya en la era de los torneos cortos. También es el máximo artillero del clásico con Boca, al meterle 16 goles, una cifra a la que nadie se ha acercado.

Tenía numerosas cábalas, como la de acertar ante la red en el calentamiento previo a los partidos, sobre todo si estaba de mala racha, algo que le había inculcado el director técnico Renato Cesarini, padre de La Máquina. Era inteligente, técnico, veloz, ambidiestro y empleaba remates potentes dentro del área, donde sometía a los arqueros rivales para colocar la pelota lejos de su alcance. Una jugada tradicional de su estilo era en la que bajaba la cabeza, a la vez que arqueaba la espalda, picaba y definía con eficacia.

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Con la Selección Argentina disputó 36 partidos, convirtiendo 17 tantos. Ganó los Sudamericanos de 1946 y 1957. Se perdió el de 1945 debido a su casamiento con Guillermina Josefina Ana Carrasquedo y el de 1947 por un derrame de bilis, que lo dejó fuera de actividad seis meses. Y retornó al de 1956 donde fue subcampeón. También fue llamado con 39 años para el Mundial 1958, donde la Albiceleste retornó a la cita máxima en lo que se conoció como “el desastre de Suecia”.

Tenía mucho amor propio, como aquella vez en que estaba afectado del hígado y no jugó un tiempo. Al volver, el diario La Razón dijo que debía retirarse, pero se aplicó tanto que duró 13 años más, siempre perforando redes para enloquecer a una hinchada que llenaba estadios con la seguridad de ver sus goles.

Sin saberlo, su último partido con River fue el 5 de diciembre de 1959 ante Independiente (0-3). A final de año, por esa extraña causa de no valorar a sus ídolos, el club decidió enviarle un telegrama anunciando que llegaba el fin de su trayectoria con la Banda Roja que él amaba tanto. Ya se le había realizado un partido homenaje, y sumó 515 presencias, algo insuperable hasta que Amadeo Carrizo y Reinaldo Merlo obtendrían sus propias marcas. Pero más insuperable era el dolor de tener que irse.

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Breves pasos por Rampla Juniors de Uruguay, Rangers de Talca, Chile, con tres encuentros, y Platense, con dos encuentros en Primera B, alternando con la función de entrenador, cerraron una trayectoria extraordinaria. Durante 21 años en River se erigió en un exponente de calidad, ganándose además el mote de “El Eterno”.

LOS TÍTULOS VOLVIERON CON ÉL

Inexplicablemente o no, River Plate ya no ganaría títulos en esos años siguientes, y como si fuera un juego numérico, desde 1957, última vez que se consagró, hasta 1975, volvería a dar la vuelta olímpica, ya con Ángel Labruna como entrenador.

Pero en esos 17 años fatídicos muchas cosas pasarían. Si bien River volvió a llamarlo para hacer de espía de Néstor Rossi, que era el entrenador, Ángel prefería ir los domingos al Hipódromo y pasar los reportes después de leer los diarios del lunes. Intentó con negocios que no prosperaron: una pizzería, una gomería, una concesionaria y un hotel en Mar del Plata.

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Soñaba con dirigir a River, y se le dio en 1963 reemplazando a José María Minella en nueve encuentros, pero no tuvo suerte y el equipo quedó segundo. Tampoco la tendrían sus sucesores que sólo acumularían subcampeonatos, por un punto, por un gol, por un desempate perdido, errores arbitrales y un sinfín de infortunios que generaron las burlas en todo el país.

En 1966, Labruna atendía el restaurante de Defensores de Belgrano y se encargó de un equipo que estaba último, para llevarlo al quinto lugar. Un año más tarde fueron campeones de Primera B, y en simultáneo metió a Platense en las semifinales del Metropolitano, en un hecho inédito al conducir a dos clubes a la vez y con éxito. En otro retorno a Núñez tampoco pudo ganar títulos de 1968 a 1970.

La pérdida de su hijo mayor Daniel Ángel fue un dolor que nunca superó. Lo vio partir el 25 de octubre de 1969 por una leucemia, y desde ese momento se erigió en el guía que le indicaba qué hacer en los momentos decisivos cuando debía tomar decisiones.

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A Rosario Central le dio el primer título de su historia en el Nacional 1971. También pasó por Lanús, Argentinos Juniors, Racing Club y Talleres de Córdoba. En el cuadro albiceleste conoció al arquero Ubaldo Fillol, convenciéndolo para que pasara a River. Y con los cordobeses todo iba muy bien pero el amor por la Banda Roja era mucho más fuerte, y aunque prefirió ganar menos, se produjo su regreso, tomando el lugar de Enrique Omar Sívori.

“Vengo a ser campeón”, fue su recordada frase al hacerse cargo del cuadro en una época llena de escepticismo al no darse ninguna alegría. Y trajo a veteranos como “Perico” Raimondo en un hecho que derivó críticas. Ya tenía ideado el equipo con el “Pato” Fillol en el arco, los defensores con el mundialista Roberto Pefumo, Hugo Pena, un emergente Daniel Passarella, Héctor “Gorrión” López, Pablo Comelles y Héctor Ártico (estos dos traídos de Córdoba); en el medio los “tres mosqueteros” con Reinaldo Merlo en la contención, Jota Jota López y Norberto Alonso en la creación; arriba por la derecha estaba el repatriado Pedro González que venía del fútbol peruano, los goles de Carlos Morete y el también retornado Oscar “Pinino” Más en la izquierda.

Todo iba bien rumbo al título, pero un declive en los últimos partidos y una inoportuna huelga originada por Futbolistas Agremiados provocó que el primer equipo se negara a jugar. Entonces Ángel reclutó a los de la Cuarta División y con ellos afrontó el encuentro ante Argentinos Juniors en Vélez, por la 37ª fecha para ganar 1-0 con gol de Rubén Bruno. Fin de la racha fatídica y festejos de locura por toda Argentina, devolvieron a River la gloria y a Ángel Labruna la felicidad de ver a su querido equipo campeón.

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El festejo se repitió en el Nacional con Leopoldo Luque como centrodelantero, proveniente de Unión de Santa Fe. Es que Ángel tenía un don especial para elegir jugadores, motivarlos colocarlos en la cancha y extraerles un plus para potenciar su rendimiento. Y también se adjudicó el Metro 1977, con el puntero izquierdo Oscar Ortiz, fue bicampeón 1979, promoviendo al juvenil Ramón Díaz, y se impuso en el torneo de 1980, donde puso en la defensa al “Conejo” Tarantini. En casi todos los casos en forma anticipada y batiendo records. También serían récords esas seis coronas con el club, solo superadas en la era de los torneos cortos por Ramón Díaz.

Muchos de sus jugadores lo consideraron un padre. Dijo el Beto Alonso: “Con Angelito teníamos una relación espectacular. Nunca podré olvidarme de él, cada noche, antes de dormirme, le digo que lo quiero”. Y a la vez muchos de ellos serían campeones del mundo con Argentina en 1978. Ese año su hijo Omar Raúl, muchas veces postergado para que no dijeran que jugaba por ser precisamente su hijo, hizo un golazo de tiro libre para vencer a Boca. Ese rival al que Angelito gastaba cada vez que entraba a la Bombonera, tapándose la nariz en síntoma del mal olor que reinaba en el barrio de la contra.

Pero, a la vez que River era campeón, debía afrontar casi todos los años la Copa Liberatdores que siempre le resultaba esquiva. Y en 1981 la directiva de Rafael Aragón Cabrera decidió quitar del cargo a Labruna para colocar a Alfredo Di Stéfano como entrenador y dejar a “Angelito” de manager. Su corazón no soportó semejante manejo y volvió a Talleres de Córdoba en donde nuevamente siguió favoreciendo a River al lograr un empate a cero frente a Loma Negra que clasificó al Millonario en la ronda final de un Nacional que se adjudicaría. Y en el siguiente torneo con la “T” goleó 4-0 a Boca, con varios de los jugadores que había dirigido en River. En 1983 pasó a Argentinos Juniors, formando un conjunto que dos años más tarde ganaría la Copa Libertadores. Pero antes, el dirigente Hugo César Santilli tenía acordado su regreso a la dirección técnica de River, junto al de Alonso, si ganaba las elecciones. Así fue, Santilli ganó y el Beto volvería para triunfar.

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Pero la fatalidad no quiso que Angelito volviera. Una operación de vesícula derivó en varios días de internación en la Clínica Belgrano. Parecía que se recuperaba porque ya le habían dado el alta. El 19 de septiembre de 1983 cuando recibía la visita de Ubaldo Fillol se desvaneció en los brazos del Pato y murió en ese instante a los 64 años ante la presencia de su esposa. Eran las 18:15 horas y al momento de darse la noticia, todo un país se estremeció.

Como si River hubiera sentido su pérdida, realizaría la campaña más baja de su historia hasta entonces al quedar penúltimo. La reconstrucción llevaría un tiempo. Y desde entonces, el vestuario local del Monumental lleva su nombre, en un pequeño homenaje al más grande jugador que tuvo la institución.

Tuvieron que pasar muchos años para dimensionar la importancia de su figura, tanto en función de jugador como de director técnico. Los ciclos ganadores que continuaron su gestión, los jugadores que triunfaron dentro y fuera del club y las peñas que llevan su nombre son muestras de la pasión que demostró por River Plate, algo nunca igualado por todos los actores que ha tenido el fútbol argentino.

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Por Marcelo Assaf,especial para La Página Millonaria.

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