El otro día, el viernes por la mañana, leí que un amigo escribió un snack sobre la derrota de Boca en la Copa Libertadores: “Que pierda Boca es de las pocas cosas que me hacen feliz absolutamente todas las veces que pasan”.

A mí, tengo que admitir, me ocurre algo bastante similar. La primera vez que me tomé un avión fui feliz. La primera vez que hice el amor, también. Y la segunda, y probablemente la tercera. Los primeros meses en el Olé también: muy feliz. Pero la felicidad se va apagando con la rutina. Te acostumbrás a coger, intentás dormir en los aviones incluso durante el despegue y el trabajo ya está totalmente naturalizado y, como ocurre en el capítulo en el que Bart se escapa de la fábrica de cajas para pasar al business del espectáculo, las estrellitas de colores del comienzo, más temprano que tarde, habitualmente quedan clavadas en un color grisáceo. Pero el efecto de una derrota de Boca, otro de tantos eventos normales de la vida, es de los pocos que, al menos en mi caso, el tiempo no pudo languidecer: la alegría es la misma de siempre. Y es alta. Seguramente esto hable de cómo somos los argentinos, que disfrutamos del fracaso ajeno y entonces somos unos miserables, y toda esa serie de análisis sociológicos de salón de peluquería que me aburren un poco aunque tal vez sean ciertos. También está el hincha de River que se ofende cuando los hinchas propios hablan de Boca. Yo me pregunto qué sería de la vida de River si no existiera Boca o viceversa, y creo que la respuesta es, lisa y llanamente: insoportable. Como sea, la cosa es que me hace muy feliz la derrota de ellos. Inmensamente feliz. Como también sufro muchísimo su éxito, por suerte últimamente exiguo.

Un amigo muy, muy cercano, que incluso se llama igual que yo, piensa igual. Sufre los partidos de Boca, directamente. Sufre, sobre todo, cuando Boca juega por Libertadores. En la Copa de 2008 empezó a comprobar que cada vez que veía los partidos del equipo que en ese momento dirigía Carlos Ischia, ellos terminaban ganando. Comenzó a dejar de verlos: por octavos de final, probó con apagar los televisores. No funcionó: rápidamente escuchó a algún vecino gritando goles que evidentemente no eran los esperados por él. Por cuartos decidió asistir a una clase teórica en la facultad, en Arquitectura. Tampoco funcionó: un par de filas atrás en el aula, escuchó cómo un grupo de estudiantes cuchicheaban el resultado del partido: Boca ganador, desde ya. Cabulero, para la semifinal de vuelta contra Fluminense determinó que la cuestión no era no ver los partidos, sino no enterarse de ningún modo cómo iba, sin posibilidad de agentes externos. Miércoles o jueves por la noche, veinte grados bajo cero, lluvia, y el tipo se fue caminando al Abasto, al cine. Vio La Ronda, la única película que coincidía plenamente con el horario del partido, un film argentino bastante malo: hasta que empezó la película, estaba absolutamente solo en la sala, cuando entraron un par de viejas que le arruinaron esa perlita de la anécdota. Se fumó una historia aburrida a la que de todas maneras no le dio demasiada bola. Llegó el momento de salir del cine, lo llamó el padre al celular: “Perdieron, hijo, perdieron 3 a 1: lo lograste”.

En 2013, para el partido de vuelta contra Newell’s, decidió que tenía que volver a usar la bala de plata. Llegó al Abasto bastante sobre la hora del partido, se metió en el cine, y allí se enteró en la cartelera de la peor noticia: no había ninguna película que coincidiera con el partido. Las que más abarcaban de los 90 minutos de juego, ya habían empezado. Las que seguían, sólo lo hubieran podido aislar el último cuarto de hora. Nada servía. Qué hacer. No había tiempo. Estaba solo en el Abasto, irónicamente un lugar lleno de gente, lleno de riesgos de gritos de gol. Salir a la calle tampoco era opción con las bocinas y los edificios lindantes abarrotados de televisores y de gente mirando los televisores, potenciales hinchas de Boca. Miró a un costado. Y al otro. Y se iluminó: Neverland. Neverland está en el tercer piso del shopping, en un rincón, una especie de mundo aparte para los niños, lleno de juegos de todo tipo. “Éste es el lugar”, pensó: claro, entre los gritos de los niños y el ruido infernal de los jueguitos, fium fium pim pum pam, estaría a salvo. Era un refugio. Subió. Divisó un buen sitio para sentarse: un banco ubicado estratégicamente entre muchísimos juegos exitosos en el pabellón infantil y ensordecedores a la vez, paradójicamente una especie de cono del silencio, del silencio que a él le interesaba. Desactivó el paquete de datos del celular. Calculó el tiempo para bajar en el entretiempo a fumarse un cigarrillo. Y se sentó. A observar a los niños jugar, o a la nada misma. A los 45 bajó, se fumó su cigarrillo y volvió a su puesto. Sólo pensaba en el partido. Cómo irá, la puta madre: cómo irá. Estuvo allí sentado, sin más, hasta que se cumplió el tiempo reglamentario. Llegó el momento de la verdad: activó el celular. “Penales”, le escribió su amigo Andrés. El corazón se paró por unos segundos, tomó aire y volvió a bloquear la línea del teléfono. A los cinco minutos, ocurrió lo peor: “¡Goooooooooool!”, escuchó de fondo, muy a lo lejos, a sus espaldas. Se dio vuelta y vio que a cien metros, en una confitería del patio de comidas, un grupo de gente se había juntado a ver el partido y ahora miraban atentos la tanda desde los doce pasos. Y eran de Boca, evidentemente. Tanto sacrificio a la basura, pensó: el partido había salido 0 a 0, por eso no había escuchado ningún grito hasta los penales. Había sido toda una mentira, y ahora estaba con el cerebro derretido por los sonidos estrafalarios de casi dos horas ubicado en Neverland y con la información de que Boca había hecho un gol en los penales. No podía continuar ahí. Se fue corriendo, bajó por su cuenta las escaleras mecánicas que de todas maneras ya estaban bajando solas, y encaró hacia los cines. No había tiempo para hacer la cola y entrar a ver una película. Desesperado, vio un ascensor para discapacitados y no lo dudó: se metió y empezó a subir y bajar. En su cuarto o quinto regreso al piso de las boleterías, una señora en silla de ruedas entró al ascensor. Subieron juntos y mi amigo bajó con ella, porque sintió vergüenza por lo que estaba haciendo. Pero no podía quedarse en la antesala de los cines de ninguna manera, si no era un lugar seguro, con toda esa gente comprando pochoclos que podía pegar el grito de “¡ganamos!” en cualquier momento. Vio que había una salida: las escaleras de emergencia. Se metió allí y se quedó en una especie de apartado que era una sala de limpieza de los empleados del cine. Aguantó unos minutos y consideró que el tiempo era prudente: volvió a activar el paquete de datos. “Patea Orzan -creo que era Orzan, ya no recuerdo muy bien- y si mete ganamos”, le escribió su amigo, que por cierto es hincha de Ferro. Y él se quedó mirando al celular, hipnotizado. Vio que arriba decía “escribiendo…” y el corazón se le estaba por salir por algún orificio: después de más de dos horas de tanto esfuerzo, ya estaba demente. “Erró, no se puede creer”. La puta madre. Eligió, por las dudas, abandonar el apartado de limpieza y empezó a bajar las escaleras. Y se sentó en un descanso. Apagó el celular un par de minutos y lo volvió a encender. “¡Erraron! Ahora patea Maxi Rodríguez y lo ganamos”, leyó. Y se quedó mirando la pantalla. En ese momento se abrió la puerta de las escaleras de emergencia y una señora grande entró a bajar lentamente. Él, sentado en un descanso, mirando el celular, loco. “Escribiendo…”, otra vez. La vieja se estaba acercando. Cuando ya estaba a dos escalones de distancia, entra el mensaje: “¡Newell’s carajo, Newell’s!”. Mi amigo pegó un salto y un grito, al mismo tiempo, que ahuyentó y asustó a la vieja, que, despavorida, subió corriendo las escaleras de nuevo. Y él salió a gritar, por el Abasto, luego por la calle, enajenado, feliz, con la tarea cumplida. Cuando recibió un llamado de otro amigo que había estado absolutamente todo el partido en su casa con la aspiradora prendida para no escuchar nada. Estaban sincronizados.

Lo había hecho otra vez. Los había eliminado.

Por cierto, el jueves pasado se estrenó Cazafantasmas. No la vean: es malísima, no está presentada como una remake y es una copia burda del film clásico de 1984. Aunque el final, de todas maneras, estuvo bastante bien.

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