“¿De dónde viene tu fanatismo por Enzo Pérez?”, ocho palabras con las que conviví muchas veces, pero a las que nunca contesté con la verdad. Un agosto de 2018 sería más fácil que hace casi diez años, porque tendría muchísimas más herramientas para mentirles, aunque hoy quizás lo responda por primera vez.
Enzo tenía varias ofertas que le hubiesen permitido seguir jugando en Europa, un futbolista que se ganó con mucho trabajo el respeto y la mirada de equipos del Viejo Continente. Pero no, se peleó con la dirigencia de Valencia para poder llegar a River: esta vez sintió que era el momento justo. Poco le pesó reducir su salario en un 70% ni arriesgar, cuanto menos, un camino un tanto más allanado a otro inminente Mundial, ese “pitido” constante con el que conviven los jugadores profesionales con chances de Selección. Vinieron las charlas con su representante, un gran amigo igual o más gallina que él, y tocó darle para adelante, como siempre.
El Monumental y sus hinchas lo recibimos con honores, hay que reconocer que no todos los personajes que pisan nuestro escenario cuentan con este privilegio. La mayoría nos son indiferentes, somos gente jodida. Las razones de nuestro cariño no fueron ni sus cánticos de la hinchada entonados desde el banco de suplentes, ni su festejo desbordado en Mendoza al levantar la Supercopa con un Boca enmudecido y en su propia provincia, rendida a sus pies en un día 14 –lo perfeccionista que puede ser el Destino, ¿no?-. Tampoco fue su bronca contra el árbitro en esa mítica puteada al VAR, de la que algunos se burlarán, pero que para nosotros fue un grito de descarga que nos transportó al campo de juego, escupimos la bronca con él. Creo que lo que nos compró de Enzo Pérez fue su sonrisa, gesto poco habitual en su cara. Administra esta mueca con rigurosidad, quizás en su seriedad esconda la sabiduría de un tipo que supo convertir un pasado difícil en los cimientos donde construyó sus máximos objetivos: “Estar en River era un sueño mío, y también de mi familia”.
Pero como dije al principio, solo vengo a responder la pregunta con la verdad, y todo esto sería puro chamuyo. Me tomaré el atrevimiento de hacerlos viajar en el tiempo, allá por 2010. Y poder cambiar de receptor, te lo voy a responder a vos, Enzo, en una de esas lo leés.
Primer piso de una casa cuyo fondo es un taller ruidoso, con las paredes algo manchadas con grasa y calendarios de vaya a saber uno qué década. Si tuviera que elegir una imagen que haya marcado mi adolescencia, con lo que me cuesta el jueguito ese de recordar, serían las manos ásperas y percudidas por aguarrás de mi papá, mecánico, no podría asegurarte que por elección. En mi secundario me pesó demasiado no ser hija de un profesional, te lo hacían sentir. Tendría 20 años cuando con un café con leche cerca me puse a leer una nota tuya en El Gráfico. Contabas cómo tu viejo había vendido la alianza de casamiento para poder juntar unos mangos extras para vos y tus hermanos. Dabas lujos de detalles de una infancia dura, aunque no sé si hoy podrías asegurar que tus días como albañil para ayudar a tu familia fueron más complicados que frenar a Mbappé en Rusia.
Quiero agradecerte, casi diez años después, y decirte que sos mi ídolo porque esa tarde conocer tu historia me partió la cabeza y me hizo sentir orgullosa, más que nunca, de ser hija de un laburante con las manos engrasadas.
Gracias por no contar cuando donás miles de euros para ayudar a un pibe a volver a caminar, por no esconder la bronca que te genera haber perdido el puesto después de viajar a Rusia a lavar los platos de un banquete al que no te habían invitado de entrada. Gracias por venir a Núñez, por elegirnos. Pero sobretodo gracias por tener palabra y cumplirle la promesa a tu hermano menor, que te pidió “verte con la camiseta de River puesta”. Porque tu sueño nunca fue ganar un campeonato, ni un Superclásico, menos soñabas con enmudecer a Boca al grito de los hinchas coreando tu nombre, tu sueño fue siempre uno solo: venir a ponerte la camiseta.
+ Y llegó la respuesta de Enzo Pérez: